martes, 28 de diciembre de 2010

LA MATANZA




En las noches otoñales, cuando empezaba a correr el relente de madrugada, nuestro pueblo se aderezaba con el olor a matanza. En casi todas las calles se olía a morcillas recién salidas de la caldera.  Noches también de ronda callejera para ver si ella salía a la puerta a pesar de que la bruma y el tintinear de la pobre luz de las calles dificultase ver con claridad su ansiado rostro.
Se rondaba en grupo. Las voces graves, socarronas, y por emplear un término adecuado yo diría que casi cerriles de los mozos mientras rondábamos era la única manera de llamar la atención para que la pretendida por alguno de los del grupo se diese por enterada. Luego, si en la calle había una casa donde se celebraba la matanza y  salía alguien a ofrecer un poco de vino, miel sobre hojuelas.
El marrano, como nosotros le llamábamos, -y se le sigue llamando- se solía cebar en un habitáculo de reducidas dimensiones que se habilitaba en un extremo del corral de cada casa al que se le conocía por “injaera”. No hacia falta preguntar en que casa se cebaba el animal, sólo con percibir la fragancia del “chanel” que emanaba lo delataba claramente. El marrano en cuestión se engordaba con "salvao" y los sobrantes propios de las comidas. Días antes de su sacrificio se compraban las cebollas para las morcillas, y a ser posible se iban a buscarlas a las huertas de Jamilena que se decía eran las mejores.  
Quien fijaba el día de la matanza no era otro que al que se le conocía por el “mataor”, pues era tan demandado que no podía acudir a todos los sitios a la vez. Yo no sé si alguien más que la persona que me voy a referir se dedicaba a este menester, pero solo recuerdo a uno que se llamaba Juan Manuel. Era de estatura más que mediana, y su  voz era  ronca y grave. Iba la mayoría de las veces acompañado por un ayudante que para más señas era hijo de la mujer que vivía en el matadero municipal.
Las herramientas, tales como cuchillos, garfios y otros artilugios los llevaban en una “capacha” de jareta colgada al hombro, que dicho sea de paso y no sé por qué, me recuerda a la que empleaba José Isbert en la película El Verdugo, y aunque en nada se pareciese, sí en el sonido de todo el contenido de la quincalla que debería contener. La caldera de cobre con el agua hirviendo había de estar lista para cuando este hombre llegaba.
No me voy a extender en explicar sobre la muerte del animal, ya que yo procuraba alejarme del lugar para no verlo a pesar de que se me requería para moverle el rabo mientras agonizaba, con el fin de que diera toda la sangre. Eso se decía.
Luego, después de rasurado a base de agua hirviendo utilizando unas rascaderas de metal, se abría en canal y se dejaba colgado toda la noche al sereno hasta el despiece que se hacia  al día siguiente.
 El pelar las cebollas, picar la carne para los chorizos, y embutir todas las chacinas, era todo un ceremonial que se hacia en familia ayudándose unos a otros en todas las tareas, bebiendo y comiendo en armonía durante al menos los dos días que duraba. Los chiquillos no teníamos que esperar al trapero para que nos diera un globo a cambio de algo ya que jugábamos con la vejiga del animal a modo de ello. También esperábamos la consabida “chicharra”, que era un trozo de magro asado en las ascuas de la lumbre, salpicado de sal y pimienta. Y cómo no, la prueba de las morcillas y los chorizos en una sartén, antes de ser embutidas era algo esperado y apetitoso. El cocido en familia al mediodía con el tocino fresco, era un plato ya consabido.
Los jamones y las paletillas (pardillas), se dejaban enterrados en sal en la cámara. Los torreznos en orzas de arcilla, con la “pringá” roja prestos para ser degustados en los días de la recolección de la aceituna antes de ir al tajo.  Las morcillas y los chorizos se colgaban en palos en la cocina a fin de que percibieran el humo.
Y terminaba todo con el reparto del “presente”, que consistía en un regalo mezcla de todas las viandas que se hacia a la familia y muy especial cuando había alguna novia de por medio.
Después de todo lo dicho, yo me preguntó: ¿Habrá alguien que aún “mate”? ¿Olerán algunas calles de nuestro pueblo todavía a matanza en época en que el relente arañe la cara?
Sospecho que no.



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