sábado, 25 de diciembre de 2010

LOS SONIDOS DE MI PUEBLO








En el despertar de cualquier día de mi infancia, la primera voz que oías antes de levantarte era el pregonar de las tortas de la confitería, o el de los churros (tallos calientes). Le seguía el cabrero que con sus cabras en plena calle vendía su mercancía sin pasar por el envase de brik, sino que de las apretadas ubres, la leche iba directamente a la botella blanca de cristal de medio litro de agua de Carabaña que se utilizaba para este fin entre las quejas de algunas mujeres que protestaban para que no les echara mucha espuma.
Las calles eran un continuo deambular de gentes y voces anunciándose. Cada uno de ellos lo hacía empleando un tono musical diferente de manera que se hacía así más identificable.
El de la cal con sus borricos cargados de ella.  ¡Y vamos Mariaaaaaaa, a la caaaaaaal ! Así la pregonaba.
El de la miel de caldera, con la miel en un pellejo curtido cargada en un animal de carga enjaretado. La pregonaba diciendo: ¡Miel de caldera!, y los chiquillos contestábamos: ¡Y el borrico que se te muera!  
El que vendía macetas y cántaros de barro. A éste le gustaba bien empinar el codo. Creo que venía de un pueblo cercano. El dinero de las primeras ventas lo empleaba en vino, y cuando ya no se podía tener en pié lo subían al animal, y éste como se sabia el camino lo devolvía a casa.
Tenía asimismo su entrada por el mismo sitio el de las gallinicas americanas. ¡Gallinicas americanas, las que no ponen hoy ponen mañana!
De esta manera anunciaba esta golosina para los chiquillos.  Eran de caramelo color rosado con el dibujo recortado con la forma de la gallina no más gruesa que una galleta. Iban cogidas con un palillo de los dientes y pinchada en una hoja de chumbera incrustada en un palo que portaba quien las vendía.
También el de las maceticas. Las anunciaban diciendo:  ¡Maceticas a chica y a gorda! ¡A gorda las maceticas! Eran también de caramelo, y el molde para darle forma era lo más parecido a un dedal de costura.        
El que arreglaba las sillas con anea también llamada espadaña. Se daba a conocer diciendo: ¡Vamos sillas amores! ¡No se sienten más! Dicen que la autoridad o la “censura” les prohibieron aquello de “amores” en su cántico. A los chiquillos nos gustaba ir tras él para robarle algún penacho parecido a un habano que sobresalía del haz de anea que portaba.
El trapero. Ése que decían nuestros padres que nos engañaba. Llevaba prospectos, tebeos, regaliz, globos, paloduz, etc. La boquilla de metal de una bombilla fundida era nuestra mejor moneda de intercambio o trueque.
Venía igualmente un personaje todo de negro con blusón del mismo color, que mas bien parecía sacado de la película Viridiana, que arreglaba paraguas, y echaba lañas a las fuentes y platos rotos de cerámica. No era muy amigo de la chiquillería. Llevaba una herramienta especie de berbiquí con una perinola. Su cántico era ininteligible.    
Había otro, gitano, bastante alto con bigote para más señas.  Éste era un especialista en arreglar los orificios a las ollas, cazos, y cuajaderas. Portaba una especie de artilugio parecido a una cafetera con carbón ardiendo. En su interior una pieza de metal siempre candente para derretir el estaño cuando alguien le requería para  reparar la avería
Los manchegos con sus blusones grises vendiendo quesos de casa en casa.
La mujer que compraba los pellejos de conejo a cambio de unas agujas. Estos se tendían al sol en el corral para que se secaran y eran nido de avispas y moscas.
El “regovero”, que compraba los huevos, ya que en casi todas las casas había gallinas.
Aquél que vendía la arena para fregar los platos. La arena en cuestión por su color más bien parecía robada del albero de La Maestranza.
El afilador con su sinfonía pastoril. Sus notas musicales eran como una escalera para subirse a los recuerdos.
En las esquinas, el pregonero. “De orden del señor alcalde. Se hace saber...”
El que venía contando historias tristes, de crímenes, y sucesos desgraciados, empleando en su cántico un tono medieval. Al término del mismo vendía el prospecto con su historia macabra.
La mujer que anunciaba de casa en casa el día y la hora de la misa de algún difunto, o el rezo en grupo lo que se le llamaba “viasacra”. 
Por el centro del pueblo la voz del barrendero que con un carrillo que a granel, iba recogiendo la basura de aquellas casas que no tenían muladar (mulear). La “mú” que tengo “pri”. La mugre que tengo prisa, quería decir.
En verano el que venía vendiendo moñas.
El de la rifa con su trompetilla, el que siempre para la romería  rifaba un borrego.
En las siestas calurosas, el de los polos. ¡ Al polo rico !.
Pero la voz mas escuchada y muy torrecampeña,  era la de “toootaoooooooooo”.!   Lo cambio y lo “venduooooooooooooooo”. Con su espuerta de garbanzos tostaos, colgada del brazo iban vendiendo y cambiando los garbanzos. La medida era en forma de cubo geométrico, muy parecida al medio celemín, pero más reducida. Creo que eran dos medidas sin tostar por una ya tostaos al trueque.
En tiempo de invierno, a primera horas de la noche, el de los hojaldres calientes, que los llevaba protegidos en una urna de cristal.
Luego casi aletargado, dormido, o tal vez sea sólo el recuerdo de haberlo escuchado a mis padres, la voz que se oía de madrugada en el silencio era la del sereno, diciendo la hora y el estado del tiempo.

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