miércoles, 29 de diciembre de 2010

LA EXCURSIÓN

                                                                    Vista de la ermita con el pueblo al fondo. Años 50

          Siempre que voy a nuestro querido pueblo, acostumbro hacer una visita a nuestra Patrona. Allí, en su ermita, refugiado en su silencio, en ese silencio místico que a veces solo   interrumpe   el crujir de la madera de  algunos de los barnizados asientos, encuentro lo que busco, un poco de paz espiritual.
En una de mis visitas fuera del sagrado lugar al tiempo de disponerme a emprender la marcha tuve que esperar unos segundos a que un autobús hiciera la maniobra de aparcamiento. Casi de inmediato empezaron a bajar sus ocupantes. Eran todos niños pequeños de edad de preescolar. Al principio creía que eran niños de alguna escuela del pueblo, pero el acento de la profesora como también el de los chavales me hizo suponer que eran de fuera y que venían a pasar un día de campo dado que todos ellos portaban en sus espaldas una diminuta mochila posiblemente con algunas viandas o “chuches” para pasar el día en contacto con la naturaleza.
Me alegré enormemente porque estoy seguro que muchos de estos chiquillos que visitan el entorno de Santa Ana no lo olvidarán y quedará impreso en su memoria para siempre lo mismo que en la mía perdura aquellas otras “excursiones” que en nuestra niñez solíamos hacer.
¿Te apetece recordar como eran nuestras excursiones al campo? Quedas invitado.  Sígueme, pero antes como siempre, retrocedamos en el tiempo.

         Mayo de cualquier año de mi infancia.

Por la tarde  después de salir de la escuela yo habría quedado con mis amigos para ir a buscar entre los olivos horquillas que nos sirvieran para el tirachinas pues ya los gorriones estaban saliendo de los nidos y su piar cansino tan característico de ellos los delataba por entre las moreras, las acacias, y otros árboles de la carretera. Deplorable. La morera más frondosa de todas estaba en la puerta del Bar Nogueras.   
Sabíamos que teníamos que ir en grupo, porque ir solo era una temeridad dado que te podías encontrar con el “capaor ” o el tío del saco.
Nos dimos cita unos cuantos amigos en el puente del Camino de la Estación. Al poco emprendimos el camino hacia el campo bajando por la calle Las Tripas.
En uno de los portales de una de las casas de esa calle un grupo de mujeres la mayor parte de ellas casamenteras cantaban a María mientras bordaban. La imagen de la Virgen reposaba junto con algunos manojos de rosas en un pequeño altar. Los ecos de la copla de los pajaritos de San Antonio que cantaban a coro iban quedando atrás a medida que avanzábamos y aún resonaban cuando llegamos al arroyo.
Uno de mis amigos comía a medida que andábamos un trozo de pan al tiempo que ponía sus dientes a prueba dándole mordiscos a una onza de chocolate probablemente de la marca Virgen de la Cabeza. Otro, portaba un saco de pita vacío para llenarlo de hierba para alimentar a los conejos del corral de su casa.
Habíamos pasado el puente del ferrocarril, y ya nos adentramos entre los olivares. A todos nos gustaba ir por el camino de la Cuesta la Alberquilla pero sólo hasta llegar al borde de su desnivel. Más adentro era terreno prohibido pues se contaban mil historias de “capaores”.  Allí, en las orillas de la hondonada se daban almendros que en tiempo de las “ayosas” solíamos ir a “recolectar” y alguna que otra higuera de dos cosechas. 
Antes del descenso de la citada cuesta enfilamos a la izquierda como buscando el camino del Caballico. Los olivos por esa época del año ya estaban pariendo sus tiernos frutos y asomaban verdes por los diminutos embudos de sus cálices. Había pasado ya el periodo de floración y sus flores secas inundaban su copa salpicándola de color ocre en pequeñas manchas. Algunos olivares ya habían sido binados por lo que las  hojas descritas anteriormente servían ya de nutriente  a la planta al haber sido enterradas por el arado. Ahora sólo quedaba tapar el surco del cuchillo que la yunta había dejado para preservar el jugo de la tierra.
A medida que nos adentrábamos por entre los olivares el  arrullar de las tórtolas y el piar de otras aves  junto con el zumbido de los abejorros y demás insectos, ponían música al campo y denotaba que era primavera. El inconfundible canto del cuco fiel a su cita todos los años en este paraje amenizaba el concierto.
Atravesamos algunas parcelas “de tierra calma”, (tierra para cereal) hoy repobladas de olivos.  Una  estaba sembrada de veza a punto de ser ya acariciada por las hoces pues sus matas recostadas sobre el suelo enseñaban orgullosas un sin fin de vainas con sus frutos ya maduros. El color rojo de las amapolas salpicaba toda esta siembra confundiéndose con el de las clavellinas (paillas). Mi amigo quiso robarle un poco de color al campo arrancando amapolas (amapoles) para los conejos. Luego, remató la faena recogiendo alguna “borraja” y algunas matas de ballico que se mantenían aún frescas en las zanjas que servían para canalizar el agua cuando llovía de forma torrencial o cuando lo hacia en forma de temporal.
Vigilantes para que nadie nos viera empezamos a visitar olivos buscando aquello por lo que estábamos allí, la horquilla en forma de Y. No tardamos en encontrar lo que buscábamos dado que en la frondosidad de la cruz de cada uno de ellos siempre emergían chupones que como podíamos tronchábamos  hasta conseguir su horquilla.  
El regreso lo hicimos esta vez en dirección al camino del Caballico. Atravesamos una tierra sembrada de habas adornada toda ella de lo que nosotros llamábamos “varicas de San José”, y que no era otra que la enfermedad propia de la planta llamada jopo. Por su enfermedad no habían quedado ni para hacer un plato de sobreusa.
Atardecía y el sol ya empezaba a esconderse por entre los olivos de la colina que daba el nombre al lugar. Antes de llegar al camino encontramos una tierra plantada de melones. Sus matas aún pequeñas  empezaban a extender sus brazos al ras del suelo y relucían al contraluz de los rayos del sol. La choza del melonero todavía no había   recibido la oportuna licencia para su construcción ya que no se la veía por ningún sitio. Tomamos nota para oportunamente hacer alguna visita al melonar. Más adelante y en el borde del camino apuntaba ya un sembrado de anís -matalahúga-, que  había sido pinzado y sus matas con tan sólo cuatro o cinco hojas estaban siendo asimismo acariciadas por los últimos rayos de sol antes de despedirse.
Con las horquillas para los tirachinas en nuestras manos que teníamos ahora que acondicionar a golpe de navaja nos íbamos aproximando al pueblo mientras la luna asomaba tímidamente por el cerro Los Morteros a medida que iba adquiriendo poco a poco el color amarillo de su encendido.
Luego en casa, con la enciclopedia Alvarez en la mano trataría de memorizar la lección del día siguiente para después de cenar refugiarme en el colchón de hojas de maíz a la que nosotros llamamos “farfolla”.
La sintonía del parte del diario hablado de la radio subía hasta mi habitación y con la misma caías en los brazos de Morfeo no sin antes mentalmente haber repasado la lección de geografía de la enciclopedia Alvarez:  Un niño con rostro de alabastro...etc, ( y continuaba)... pues si el revés del cielo que veo estrellado es tan divino ¡que hermoso debe ser el otro lado! Es relato de una poesía de ese buen libro de texto.  
   
                              

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