sábado, 1 de enero de 2011

LA PLAZA EN UN DOMINGO DE MI INFANCIA

                                                             Panorámica de La Plaza. Año 1958



         Me levantaría temprano; después de tomarme el café de torrefacto sopado con picatostes, me encaminaría al igual que otros muchos a  Misa de los chiquillos, que era una de las primeras que se celebraban los domingos.  La misa en latín, seria oficiada por algunos de los sacerdotes: don Federico, don Lucas, o puede que don Manuel. Cómo era perceptivo por aquél tiempo la oficiaban de espaldas hacia los fieles. Mientras duraba la ceremonia, el sacristán, al que se le conocía por el apelativo de sorchantre procuraba poner un poco de orden y silencio entre la chiquillería, sobre todo cuando el monaguillo vestido con faldón rojo y roquetes blancos, hacia sonar repetidamente la campanilla durante el acto de la consagración. Los niños estábamos en un ala de la iglesia, y las niñas en otro. Mientras duraba esta parte de la liturgia, de rodillas, y en el más completo silencio, yo observaba a los de la fila de delante, ya que algunos de ellos mostraban en su cabeza rasurada, las heridas de guerra producidas por alguna pedrada. 
         Ya en la calle, el jolgorio. Con dos gordas y una perrilla en el bolsillo, es decir un real, el cual seria todo mi poder adquisitivo de la semana, junto con los amigos, trataría de gastarlo. El puesto de la esquina de Correos, uno de nuestros lugares de avituallamiento, era una tentación por sus cañamones, y mistones de color rojo, que hacíamos explosionar golpeándolos con una piedra. También, si el capital daba para más, puede que lo empleara en comprar algunas majuletas con canute.
         La plaza había sido poco tiempo atrás restaurada. El pavimento lo habían puesto de baldosas de cemento cuadriculadas, y agachados los chiquillos desde un extremo de la misma lo veíamos brillar. Se decía que durante el periodo de obras, y en la esquina que da a lo que hoy es una entidad bancaria, se habían encontrado restos humanos.
         Además del real en el bolsillo, yo procuraba llevar algunas bolas, muchas de ellas cristalinas, para jugar en el Valverde, en los aledaños del cine, al titaso y palmo, mientras esperaba entrar a la función del matiné. Allí se intercambiaban prospectos y tebeos. A mi me gustaban los de Roberto Alcázar y Pedrín,  y del  F.B.I., con sus personajes de Jak y Bill, además de El Guerrero del Antifaz. Tebeos que había que leer a espaldas de nuestros padres, dado que su lectura era sinónimo de perder el tiempo. Terrible equivocación.
         En la plaza mientras tanto, el desaparecido y siempre recordado maestro Pancorbo con su banda de música, deleitaba la mañana a los sones de: El Gato Montés, Barcarola, Amparito Roca, o el vals Sobre las Olas entre otras.
         La Peña con su toldo de color dorado enganchado desde la fachada a los postes metálicos encajados en la plaza, resguardaba bajo sus sombras en la calle a los tertulianos.
         Al mediodía la plaza quedaba desierta, y ya no volvía a tener vida hasta el anochecer, pero antes, a media tarde, era cuando aprovechaba Juan Diego para regar  las plantas de Los Jardinillos con aquella manguera de punta afilada de metal amarillo que escupía agua a presión, mientras los chiquillos le gritábamos aquello de: “Juan Diego rieeeega y aquí no llega”. Él, a intervalos,  y siempre de improviso, apuntaba hacia nosotros, para de inmediato salir corriendo todos en tropel, mientras tratábamos de esquivar  en nuestra huida el chorro y el sin fin de cascotes de los cántaros rotos esparcidos alrededor de la fuente colindante: Los Caños. Éste hombre era el que regaba y cuidaba los dompedros, y los boneteros; estos últimos aún no habían aprendido ni tan siquiera a dar sombra cuando él ya los cuidaba. Lástima que hayan desaparecido; sospecho que tal vez fuera porque sabían de muchas confidencias hechas bajo sus sombras, pero antes de estos crecer, las únicas sombras eran la de los árboles de bolicas, -también desaparecidos- aquellos que por primavera se visten de flores olorosas de color lila, que daban sombra frente al bar de Casa Jesús, y que lamento no poder definirlos por el nombre por el que se le conozca en botánica.  Yo sé quien hizo los hoyos para que esos árboles tuviesen vida, y sé los motivos por los que los hizo. Paso a contarlo ya que es una anécdota muy curiosa:
          Resulta que la persona en cuestión una noche había bebido más vino de la cuenta; puede que de aquel vino de barril de bodegas Maroto o Morenito, y no se sabe, si condicionado por su estado ebrio, o más por su incontinencia urinaria, el caso es que ejecutando la faena, llegó la autoridad, y sin aviso previo, recibió tal bofetada, que de la misma, él recordaba que más parecía que le habían golpeado con un hierro que con la mano. A continuación mezcla de su estado y del golpe recibido ya que quedó semiinconsciente, le fue casi imposible a él, y tuvo que ser el municipal el que hubo de retornar a su nido aquella implacable regadera. Pasó la noche en el ayuntamiento. Al día siguiente como no pudo pagar la sanción Paco El Inspector -El Lipertor-, le condenó a hacer los hoyos referidos. Esos árboles también servían para dar sombra a aquellos clientes del bar antes mencionado en las tardes veraniegas.
         Al declinar la tarde, de forma paulatina la plaza se iba llenando de gente joven que iban paseando de arriba abajo una y otra vez como autómatas. Era lo más parecido a una manifestación, pero sin pancartas ni nada que revindicar.  Era la discoteca de entonces. ¿Cuantos se conocieron, se enamoraron y nos enamoramos en esa plaza?  Paseo arriba, y paseo abajo, así hasta poco antes de la segunda función del cine. Llegada esa hora, era cuando el hombrecillo de la ruleta, -el que se llevaba el dinero de los chiquillos jugando al tio o la tia-, recogía el catrecillo y su artilugio rudimentario de clavos con prospectos de figuras de hombres y mujeres adheridos a la tabla, y la plaza quedaba en silencio. Entonces ya se podía oír con absoluta nitidez las campanas del reloj de la iglesia ahogados sus ecos anteriormente por el murmullo del gentío.        
         Llegado la feria, sobre un tablao improvisado, la animadora amenizaba y caldeaba el ambiente, mientras que en las revueltas del pasodoble enseñaba sus piernas, resonando al unísono los olés de los mirones que esperaban con expectación ese momento.
         Algunos chiquillos nos colábamos bajo el tablao en un descuido del municipal, para presenciar el espectáculo de forma más cercana, mirando por entre las aberturas de las tablas. 

         Así era nuestra plaza de los años cincuenta.


2 comentarios:

  1. Los árboles a los que usted hace referencia , se llaman cinamomos

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  2. Gracias Joaquín por tu información.

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