martes, 4 de enero de 2011

LOS CASAMIENTOS

Novios
Año 1967. El autor Antero Villar Rosa, de paseo con su novia Ana, hoy su mujer.

         A menudo me veo obligado a pasar por la que yo llamo una fábrica de casamientos. Es un edificio colindante a una arteria donde el flujo de automóviles es constante, dado su proximidad con una autovia. El edificio en cuestión, llama la atención porque su fachada es de estilo isabelino e iluminada toda ella si es de noche, te invita a su contemplación aunque sólo sea fugazmente dado que debes estar atento a la conducción. Los días en que la llamada por mí fábrica de casamientos está en plena producción son los fines de semana, pues es cuando la gente aprovecha para casarse, pudiéndose calcular el número de celebraciones o banquetes a juzgar por la cantidad de vehículos que inunda su perímetro.
Han cambiado mucho los casamientos de hoy con los que se celebraban cuando yo era niño, naturalmente a mejor, pero los casamientos que yo viví en mi infancia quiero recordarlos de forma que nadie pueda interpretarlo como una dulce añoranza del pasado, sino como un recuerdo que está presente en todos los que los vivimos y que por ello creo estar en la obligación de transmitirlos con el fin de que las futuras generaciones sepan de nuestras costumbres y rituales.
Paso a recordar...
Por aquellos tiempos cuando una pareja se “ponían novios”, al poco de declararse él a ella y para que se viera que la cosa iba en serio, lo primero que tenía que hacer el novio era ir a visitar a los padres de la novia y pedirle permiso para hablar con su hija en la puerta -antiguamente lo hacían a través de una ventana-, eso sí, pero con rejas. Luego, pasado un tiempo y después de la visita por parte de la familia del novio,  la  de “conocer a la novia”, éste, se veía abocado a solicitar permiso para poder entrar en la casa. Era el bautizo o la prueba de fuego ya que a partir de entonces la familia de ella reconocía que se iba con buenas intenciones.    
Los prolegómenos de cualquier boda de mi infancia comenzaban cuando la familia del novio iba a “pedir a la novia” (costumbre que no sé si se mantiene viva), pero antes, entre la fecha de la puesta de novios y la pedida de la novia como mínimo habrían de pasar seis años o más. En este acto la familia de la novia agasajaba a los presentes con algunos dulces hechos en el horno además de vino y pocas cosas más. Antes de la despedida, la familia del novio obsequiaba a la novia con el consabido oro y se fijaba el día de la boda, o cómo se decía en el pueblo, el día de la velación.
El día de la boda, el novio se encaminaba a la casa de la novia acompañado por toda la familia de este. Luego, tanto la familia del novio como la de la novia marchaban juntas hasta la iglesia donde se oficiaba la ceremonia. Al término de la misma y de las consabidas firmas en la sacristía un empleado del juzgado entregaba el correspondiente Libro de Familia. No me voy a extender en otros detalles que aún siguen perdurando pero sí lo voy hacer en lo relativo al banquete y después de él.
Como es de suponer, en aquellos tiempos en nuestro pueblo no existía ningún salón de celebraciones ni nada que se le pareciese, por lo que se adecuaba la casa de un familiar bien del novio o de la novia para albergar a los invitados con el fin de tener un detalle con los asistentes. Así es que los pocos muebles habidos en la casa de la celebración como camas y alguna mesa se subían hasta la cámara dejando solo las sillas que había que aumentar en número pidiéndolas prestadas al vecindario, marcadas eso sí, para luego en la mezcla de ellas saber a quién pertenecían. Una vez solucionado el tema de los asientos, estos se ponían en fila a todo lo largo de la pared, y en el centro de cada una de las estancias dos filas de espaldas unos y otros, todo de acuerdo con el número de invitados al refresco.
Salidos de la iglesia, los novios andando y del bracete se dirigían a la casa donde se iba a celebrar el susodicho refresco. Durante el trayecto recibían las felicitaciones de todas las mujeres que se agolpaban para verlos en las esquinas con el consabido ¡Que sea para bien, y para siempre!  Esto del para siempre... 
En la puerta de la casa del convite alguna mujer ya mayor los recibía rociándolos con algún puñado de trigo para que les trajera suerte y sus cosechas fueran fecundas.
El rasgueo de las guitarras y las bandurrias de Boris y su pequeño grupo sonaban entonces entre los aplausos y vítores de los presentes.
Una vez tomado todo el mundo asiento, se repartían  en "zafates"  (bandejas), dulces hechos en el horno días antes basados en harina, aceite y huevo, tales como galletas y roscos. Los más pudientes ofrecían además algunos  dulces de la confitería y  alguna rodaja de embutido pero la mayoría no lo degustaba allí, sino que estos de forma disimulada los guardaban en el bolso de las señoras para llevarlo a su casa pues siempre había algún chiquillo o abuelo esperándolo. El vino en porrones de cristal  se iba pasando de mano en mano quedándose algunos extasiados contando los desconchones del techo ya que el chorrillo lo hacían en ocasiones demasiado fino con el fin de que durara para más vueltas. Para las mujeres y la chiquillería se repartía el resol, bebida que creo se elaboraba con azúcar y regaliz. Tampoco faltaban las gaseosas frescas que previamente si era verano habían estado reposando en el pozo de la casa o en alguno de la vecindad. 
Todo eso era lo que había, pero la alegría no faltaba, y   rebosaba esta cuando a los acordes del pasodoble que Boris y los suyos interpretaban como el “Manolo mío, Manolo de mis amores”, era cuando se arrinconaban las sillas del medio de la estancia, para que hubiese espacio suficiente con el fin de que alguna pareja espontánea se contonease siguiendo su ritmo.
Más tarde, la voz de alguien gritando: ¡Ya está aquí Sebastián!, interrumpia el baile.
El coche de color negro de Sebastián el taxista, aparcaba en la puerta sin dificultad y sin maniobra alguna a la espera de llevar a la pareja a la capital a pasar su luna de miel, y también a hacerse en casa del retratista Linares Reina las consabidas fotos, pero antes, debía esperar a que los novios recogieran la roca de los invitados.  Alguien de las dos familias se encargaba de  tomar nota de todos  aquellos que habiendo sido invitados, por circunstancias no habían podido acompañarles. Era costumbre después del viaje de novios hacerles a éstos una visita tipo “recordatorio”.
Cuando el taxi se encaminaba hasta Jaén, salía en su persecución la chiquillería tratando de subirse unos metros en su pescante, siendo entonces cuando los guitarristas tocaban el último bolero o pasodoble.

         Así eran las bodas que yo viví en mi infancia.

                                                     

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