domingo, 9 de enero de 2011

OLORES Y RECUERDOS DE AQUELLAS TIENDAS ENTRAÑABLES

                                                 Antiguo mercado de abastos en la Plaza del Llanete
                   
                                       
         En mi pasear diario por esta mi ciudad adoptiva, he reparado en la cantidad de establecimientos cerrados que la crisis ha fabricado. El cartel de: cerrado, se traspasa, liquidación por cierre, o se alquila, son el epitafio de un sinfín de sueños y esperanzas rotos.  -Arturo Pérez Reverte, decía en un artículo que eran como la lista de bajas de una guerra-
Comercios abiertos algunos recientemente y que al poco han tenido que echar el cierre dejando abierta sólo la cuenta del préstamo en el banco. Todos estuvieron abiertos poco tiempo. La gran mayoría de ellos eran de venta de productos consumibles por una sociedad habituada al estado del malgastar y que ahora su bienestar reside en muchos casos en comprar exclusivamente aquello más necesario desechando lo banal y superfluo hasta mejores tiempos.      
Entre las telarañas de mis recuerdos vienen a mí las imágenes de aquellas tiendas de antaño de nuestro pueblo.
Cito para empezar aquellas tiendas diminutas de ultramarinos cálidas y personales que te trataban por tu nombre y no como en esos modernos y descomunales hangares de ahora, de pasillos   atestados de carros y gentes donde nadie se conoce ni se saluda, los conocidos como grandes superficies.
En nuestro pueblo existían muchas de aquellas entrañables tiendas con identidad propia donde había de todo y se olía a la turbia mezcolanza de aromas de los cientos de productos que albergaban. Las fragancias de todos ellos se expandían por el reducido perímetro de aquellas recoletas tiendas e incluso llegaba su olor hasta fuera de ellas. Tiendas adornadas con chorizos colgando a la altura del mostrador hermanados por salchichones, morcillas, piñas de plátanos y bacalaos entre otros dispuestos estos últimos para ser troceados al requerimiento del cliente por la guillotina o bacaladera, la cual siempre estaba junto al cerro de papel de estraza que servia para envolver y también para echar la cuenta el tendero.
El olor de las especias como el clavo, el azafrán, el pimentón, la canela, la pimienta, el orégano o los cominos entre otros, bañaban la tienda de sabores. Y qué decir del aroma del chocolate que vendían en tabletas y también por onzas. Y de aquél otro para tomar en taza que desmenuzaba en virutas antes de echarlo a la leche o al agua y que servido con picatostes crujientes fritos con aceite del nuestro estaba de muerte.
Sí, los olores no se olvidan, es más, te retrotraen y te devuelven sin querer recuerdos y escenas de tu vida que tenias olvidadas cubierto todo de papel ya amarillento y difuso por el tiempo.
Ya no quedan tiendas de aquellas de ultramarinos que describo donde en un ala del comercio reposaban arremangados sacos con azúcar de terrón, también de habichuelas, lentejas o garbanzos, con el cucharón metálico dispuesto para llevar su contenido hasta la báscula que en casi todos los establecimientos era de la marca: Mobba. En muchas de estas tiendas existía en el mostrador un dosificador de aceite de manivela similar al de las antiguas gasolineras pero de reducido tamaño que albergaba dos émbolos en sendos cilindros de cristal. Cuando le daban a la manivela vaciaba el contenido de uno de los cilindros en la botella que siempre traía el cliente al mismo tiempo que se llenaba el otro dispuesto para el siguiente. Asimismo en las puertas de acceso de algunos de estos establecimientos reposaban reclinadas en la pared cajas de arenques, de higos secos, o también de tomates; de aquellos tomates olorosos nada como los  transgénicos de hoy huérfanos de sol de los invernaderos  con el marchamo esculpido en un laboratorio.
Estoy seguro de que estos comercios de ultramarinos entraron en decadencia cuando el papel higiénico hizo su aparición. No recuerdo que vendieran en mis tiempos en estos establecimientos ningún producto de celulosa. Los rollos de la marca El Elefante, aquellos de textura áspera y granulosa a veces con imperfecciones traslúcidas, ¡que peligro!, suplieron entonces a los recortes de periódicos que se colgaban de un gancho en los escusados y que servían para higienizar los bajos sombríos de cada cual, pintando a veces de marrón sin querer, -otras queriendo-, los rostros de personajes de la época.  
Recuerdo también algún que otro comercio de textiles con sus estanterías a rebosar de paños de infinidad de colores que de alguna manera insonorizaban el recinto. Algunos empleados demostraban una habilidad extrema en cortar aquellas telas ya que lo hacían con una precisión impecable y rectilínea. El ruido de la tela al rasgar por las tijeras era como el apretón de manos en cualquier trato de los de entonces, dando por hecho el tendero que el cliente no se podía echar atrás. Aquellas tiendas de tejidos olían al aroma cálido de ropa recién planchada. Tiendas como la de Simón, la de Manolo Damas, la de Guirao o la de Carazo, eran tiendas de renombre. Estas tiendas de tejidos desaparecieron cuando en otras empezaron a vender trajes y vestidos confeccionados.    
Recuerdo aquella otra tienda de colonias donde algunos perfumes los vendían a granel. Aquí te bañabas gratis con su aroma nada más entrar empapando la ropa que llevaras puesta con su recia fragancia. De empleado en la misma estaba Antonio Garrido, aquél hombre tan afectuoso hoy desaparecido.
Otro establecimiento muy entrañable para mí era la tienda de Tomás Albacete, me llamaba la atención lo ordenado sin ordenador que lo tenía todo entre aquella selva de cajitas de cartón con la huella impresa por su uso que contenían: clavos, puntas, alcayatas o tornillos.  Los tintes Iberia se vendían aquí también además de otros complementos para el hogar y la cocina. Quiero recordar entre las virutas de mis recuerdos el olor a trementina de aquella añorada tienda. 
 Ahora, todo lo de aquellas tiendas están en un supermercado, pero nunca estarán aquellos olores, ni el consejo del tendero: llévatelo, el de hoy es inmejorable. Esto último me recuerda al gran maestro de aquél antiguo marketing, y que ya quisieran usar para sí muchos de los técnicos de ventas de hoy. Me estoy refiriendo al que de forma cariñosa se le conoce en nuestro pueblo como: Manolo “El Bilbao”.
Sirvan estas líneas como homenaje a todos aquellos comercios y comerciantes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario