miércoles, 17 de agosto de 2011

PERSONAS MAYORES

       No llegué a conocer a aquél hombre. Sólo lo vi desde lejos cuando atendía a mi hija en la puerta de su casa, y a la que con un gesto después de los saludos le ofreció la entrada de aquella sólida casa de muros de piedra berroqueña.
Era un día de principios de verano hace ya un puñado de años. Mi hija Ana estaba terminando su carrera y tuvo que hacer un estudio de una determinada comarca de Guadalajara, de modo que la acompañé llevándola en mi coche.
El pueblo era muy pequeño. Estaba recostado en una colina rodeado de pinos y esparteras. La carretera de entrada era su principal y única avenida. En el centro de la mencionada arteria estaba la iglesia rodeada de un conjunto de casas diseminadas a su alrededor además de algunos bares y algún que otro comercio. El edificio del ayuntamiento se destacaba entre las ridículas edificaciones. No había más.
Antes de llegar pude contemplar algunos olivos, “pinganos” que diríamos nosotros, cuya variedad tenia que haberlo preguntado, pero seguramente era cornicabra a juzgar por el examen que hice más tarde a uno de ellos.
Mi hija había quedado citada con un señor jubilado, labriego él durante su etapa laboral y conocedor del entorno. La encargada de medioambiente del ayuntamiento la acompañó hasta la casa de aquél hombre al que me pesa no haber conocido ya que yo no llegué nada más que hasta las inmediaciones de aquella su casona de piedra donde él vivía que se destacaba entre todas las demás. Yo mientras tanto me dediqué a pasear y a curiosear por la aldea pues siempre se aprende algo.
La gente del pueblo era amabilísima ya que sin conocerme me saludaban con unos buenos días muy chorreados como si me conocieran de toda la vida. Después de deambular compré la prensa y me senté en uno de los dos únicos bares para tomar un café que luego amplié con otro, puesto que mi hija tardaba.
La entrevista duró más de la cuenta para mí, sin embargo a mi hija se le hizo bastante corta dado que el hombre en cuestión era una enciclopedia. Le contó historias curiosas del pueblo: sus costumbres, sus tradiciones, los productos que cosechaban, la manera de recolectar, enseñándole todas las herramientas que empleaban antiguamente, hoy en desuso y que guardaba en una cámara como tal vez en su niñez guardara con mucho cuidado y esmero sus trastos para jugar. Entre aquella colección de útiles y herramientas me dijo mi hija que observó el cuerno de un astado y al preguntarle sobre su uso o significado le respondió que servía para coger aceituna, pues antiguamente  la recolectaban a mano –a ordeño-  con el cuerno colgado al cuello echándola allí hasta que se llenaba. Era una manera de proteger al olivo ya que el clima no ayudaba a su frondosidad y de esta manera no tronchaban ningún tallo, distinto si lo hubiesen hecho por el método tradicional del vareo. Todo esto me lo contó y muchas más cosas durante el camino de regreso. También me dijo que unas de sus aficiones del señor en cuestión eran la lectura y la escritura.
         -Mira papá, me ha dado este escrito para ti. –Me dijo mi hija durante el viaje de regreso.  

         El escrito es este que transcribo:

                               
LOS  DESEOS  DE  UN  ANCIANO

Deseo que me hagas sentir que soy amado, que soy útil todavía, que no me crea  que estoy solo.

Deseo permanecer en mi casa o en la tuya.

Deseo que cuando comamos en la misma mesa, me des conversación a pesar de que yo apenas hable.

Deseo que me visites en la residencia, en caso de que te  veas obligado a internarme en ella.

Deseo que me ames por lo que soy y no por lo que tengo.

Deseo que me llenes de cariño y comprensión en esta última etapa de mi vida.

Deseo que no bromees de mi paso vacilante o de mi mano temblorosa.

Deseo que comprendas mi incapacidad de oír como antes, y que por lo tanto me hables despacio y claro, pero sin gritar, si no es necesario.

Deseo que tengas en cuenta que mis ojos se están nublando, y que no me eches en cara ni te rías de mí, cuando tropiezo o derramo la taza de café sobre la mesa.

Deseo que me ofrezcas asiento en el autobús y la preferencia en la acera, así como que respetes mi paso lento al cruzar la calle.

Deseo que tengas tiempo suficiente para escucharme sin prisas, aunque lo que yo te diga te importe poco o nada.

Deseo que no me digas “ya me has contado tres veces lo mismo” y me escuches, como si fuese la primera vez que te lo cuento.

Deseo que me recuerdes por los aciertos y éxitos de mi vida pasada, y que no me hables de mis errores y fracasos.

Deseo poder sentir la caricia de tu mano sobre la mía, y escuchar sin agobiarme palabras suaves de ánimo, cuando esté al final de mis días. Háblame entonces de la misericordia de Dios.  
                     
Gracias, mil gracias por atender mis deseos. Un día otros los harán posible para ti.      

No puedo precisar si él fue el autor de estos deseos, hecho este irrelevante dado que lo que quería aquél hombre era transmitir tan bellos mensajes y que cayeran en tierra fértil. Puede estar tranquilo que lo consiguió. Vuelvo a reiterar que lamento no haber podido hablar con él pero con lo que me contó mi hija demostró ser un hombre cuajado de sabiduría y sentimientos.    
Yo estoy convencido de que en nuestro pueblo existirán muchos como aquél agricultor de la Alcarria. Sé que los hay, mujeres y hombres  torrecampeños ya mayores, que poseyendo un amplio legajo en su memoria de costumbres tradiciones y cosas curiosas acaecidas en sus tiempos en nuestro pueblo  no se atreven por cortedad o retraimiento a transmitirlos como aquél hombre lo hizo a mi hija y se los llevarán consigo el día que nos abandonen. Les animo a que lo hagan. Vaya mi agradecimiento por delante.

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