jueves, 29 de noviembre de 2012

JUEGOS SIN JUGUETES


Observo a mis nietos mientras juegan. Están rodeados por un sin fin de juguetes; cacharros la gran mayoría de plástico que no son otra cosa que trastos, los cuales buena parte de ellos sólo sirvieron para distraer su atención escasamente unos minutos el día de su estreno, para después permanecer arrinconados, olvidados, y  tal vez creo  no vuelvan a tener vida   –sino la tienen por la noche como en el cuento El soldadito de plomo de Hans Cristian Andersen- hasta cuando otro niño irrumpa en la casa como visitante y pretenda despertar a alguno de ellos de su letargo, y es entonces cuando comenzará la disputa por el juguete despreciado.  Cosas de niños.
Yo también fui niño, y como tal también jugaba, aunque en mis tiempos éramos muy pocos los que podíamos acariciar un juguete. Yo nunca lo tuve. Siempre me regalaban un jersey -en nuestro pueblo saquito-, o bien unos guantes de lana o una bufanda –tapabocas- Entonces, los pocos juguetes que existían en el mercado eran de cartón o de madera; también estaban los de metal y de plomo, como los soldaditos antes referidos. El plástico si estaba inventado, aún no había sido introducido en el mercado, aunque algunos productos ya eran fabricados por prexiglás, algo muy innovador por aquellos tiempos y que en nuestro pueblo lo conocimos como persirlás. Los de mi edad recordarán aquellos cinturones transparentes que las personar mayores manoseaban con la misma admiración que un indio un espejo.
Pero entonces, se preguntarán algunos, ¿con qué jugábamos?, y ahí está el quid de la cuestión: jugábamos usando nuestra imaginación. Sí, porque usando nuestra fantasía, una lata de sardinas, –había que saber quién la comía para que nos la reservase- esa lata, arrastrada con una cuerda, era para nosotros un coche o un camión cuando la llenábamos de tierra.
Las charpas de las cajas de cerillas eran un tesoro que coleccionábamos para luego como el mejor trofeo nos las jugábamos a las bolas –canicas- o soltando los cartones desde una pared a una altura convenida, cuando llegaba la charpa al suelo y caía sobre alguna de las que en el mismo reposaban desperdigadas, el que lo lograba se quedaba con todas.
También confeccionábamos juguetes a base de navaja. La materia prima era siempre una tabla o listón que luego con mucha paciencia íbamos dándole forma hasta conseguir aquello que queríamos. Así, a las espadas se les afilaba la punta cuanto más mejor –qué error- y sobre todo se las adornaba con pintura su cruz y empuñadura. Igualmente nuestros revólveres los dibujábamos primero en la madera hasta conseguir lo más parecido a un Colt 45 como los que usaban los protagonistas de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Para fabricar el arco y las flechas, nos nutríamos de los olivares adonde íbamos a por varetas. Aquellos que lograban tener tres cojinetes o rodamientos eran unos privilegiados ya que con unas tablas podían fabricar un patín. El lugar de entrenamiento y de carreras con los patines siempre era la cuesta del Camino de la Estación.
Las medias de nuestras madres rellenas de papel o borra hechas un ovillo amarradas con cuerdas, eran nuestros balones para jugar al fútbol. Tenían de bueno que estas nunca se pinchaban.  Los trompos los fabricaba al trueque Matías, el carpintero de la Puerta de Martos, pues teníamos que llevar un palo de olivo, que por lo normal solíamos quitar en un descuido a quién estaba metiendo leña desde la calle a su casa. 
Seria interminable reseñar cada uno de nuestros artesanos e improvisados juguetes de aquellos tiempos de mi niñez, pero no cabe duda que nos divertíamos con ellos mucho más que cualquier niño de los de ahora con toda una selva de juguetería en su casa; juguetes muchos de ellos con tecnología tal, que vemos elevarse y volar un helicóptero o un avión en miniatura. Los aviones que nosotros fabricábamos eran de papel y se lograban sostener unos segundos en el aire después de echar nuestro aliento sobre su picacho.   
Habrá quienes piensen que me gustaría ver jugar a mis nietos sin juguetes tal como yo lo hacía en mi infancia. No. Repito: no, pero el ingenio y la fantasía se aguzan desde la más tierna edad con la sencillez y no con la desmesura.
Cuentan que a un niño le regalaron un juguete caro y que de inmediato lo relegó para jugar con la caja del embalaje.
En fin, como alguien dijo: Somos lo que fue nuestra niñez.
A propósito...yo cualquier día tendré que ir a buscarla. Si alguien la ve decirle que espere. Iré antes de que se me haga de noche.