martes, 6 de agosto de 2013

EN LA PROCESIÓN DEL DÍA DE SANTA ANA

         Lo único que nos queda de aquella feria de mis tiempos, y que supongo perdurará para siempre cada veintiséis de julio, es la procesión de nuestra Patrona, aunque este año, comparativamente con la de años anteriores no ha resultado ser una de las procesiones más brillantes que yo recuerde; esta es mi modesta opinión, pero no me cabe la menor duda de que los defectos que yo he creído observar, no habrán pasado –estoy seguro de ello- desapercibidos a los que con tanto sacrificio se esfuerzan año tras año, en que el día de Santa Ana todo esté a punto para que nuestra Patrona y la Virgen Niña pasee a hombros por nuestras calles con  el esplendor y la brillantez que año tras año los organizadores de este desfile religioso nos tienen acostumbrados.
         A la hora de la procesión, no apretaba mucho el calor, no así el calor humano, demostrado y derrochado por la gente de nuestro pueblo, y para muestra, allí estaban los varales de las andas, los cuatro, repletos de hombros apretujados, de anderos que con promesa y empeño, saben transmitir la emoción y el fervor religioso a Santa Ana y a la Virgen Niña, llegando con ello a contagiar de inmediato a todas las almas allí presentes; vi a gentes apiñadas en la puerta de la iglesia, en las esquinas, en las aceras; gentes con ojos vidriosos que rezaban en silencio, algunos, lo hacían, lo sé, sin saber rezar al paso de nuestra Patrona, y les pedirían que interceda ante Dios a fin de que su ser querido se recupere de la enfermedad que padece; otros lo harían pidiendo trabajo, y los más afortunados en solidaridad con los más menesterosos, se pondrían en la cola de las rogatorias para dar paso a los más necesitados.  
         Y entre ¡Vivas a Santa Ana!, y ¡Vivas a la Niña!, la procesión discurría al compás de la música, y así, mientras la tarde agonizaba, hileras de cirios encendidos alumbraban las por ahora incipientes sombras en un centellear de velas enfiladas e insubordinadas, rotas a veces por la carente marcialidad de algunos devotos. Por la calle El Tomillar con el horizonte pintado por el rojo y encendido crepuscular, refulgían los cetros que portaban las mujeres vestidas de mantilla, resaltando su belleza con el relumbre del metal. Yo digo que las mujeres de nuestro pueblo no se visten de mantilla, es la mantilla la que se viste con el arte, el tronío, el empaque y la belleza de la mujer torrecampeña. ¡Que primores de mujeres! ¡Que generación más guapa!
         De forma lenta y parsimoniosa, la procesión fue recorriendo el itinerario marcado, entre el adornado de colchas en los balcones y el encendido de las casas, abiertas de par en par, queriendo con ello invitar a Santa Ana a penetrar en cada uno de los hogares. Así en todas las calles.
         Después, como siempre, La Marcha Real despidió otro año más a nuestra imagen más venerada en la puerta del templo al tiempo que los esforzados costaleros casi de rodillas en la escalinata entraban el trono dentro de la iglesia cerca ya de la medianoche.
         Y allí quedó nuestra Patrona en el templo, para honrarla en su novenario, para que el pueblo de Torredelcampo desfile ante Santa Ana y la Virgen Niña, para darle gracias, para pedirle, para rogarle, para rezarle y terminar siempre con “más no se haga mi voluntad sino la tuya”.
         Dicen, me contaron, que a los torrecampeños nos van a prohibir morirnos durante el día, y hacerlo por decreto durante la noche, pues cuando un torrecampeño lo hace de día, y pregunta al llegar al Cielo por Santa Ana, allí le dicen que espere, ya que en cuanto la abuela de Dios se toma el café por la mañana, se baja hasta la ermita de Torredelcampo, y hasta la noche no regresa.
         Y es que los torrecampeños somos unos privilegiados. ¿No os parece?

          

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