domingo, 8 de septiembre de 2013

TARDE DE TORMENTA

A Juan Real, la planta más autóctona torrecampeña.

         El viento ruge ahí afuera. Oigo quejarse a los toldos que protegen los balcones desde donde escribo con un crujir que más parecen las maderas de un bergantín a su paso por el estrecho de Magallanes. Salgo a arriarlos. Primero recojo el del balcón que mira al Sur, y luego a continuación el del ala Oeste dado que mi escritorio hace escuadra a dos calles. Cuando lo hago miro al cielo vestido este de medio luto. La tarde tiene un tinte gris. A lo lejos, en lontananza, jirones de nublos oscuros como toros zainos se agrupan en manada pintando el horizonte de un negro intenso que como un velo a merced del viento se van acercando lentamente. Mientras, la tarde agoniza prematuramente fabricando en el cielo madrileño un atardecer lúgubre y tormentoso. Algunos vencejos parecen querer beber agua negra en las espesas nubes mientras vuelan en desorden en lo más alto del cielo dibujando arabescos surcos en el aire.
Huele a tierra mojada, a llanto del campo, a era regada, huele a mi pueblo, y hacía él vuela mi imaginación porque quiero ver como se despeinan los olivos al mecerse por el viento entre remolinos de polvo y de cómo viajan en ellos vilanos sin billete transportando sus semillas lejos del cardo que los parió. Quiero ver como la lluvia limpia los pinos de nuestro cerro sagrado y ver sus gotas brillar como perlas en cada una de sus hojas que son agujas al tiempo que mansamente en su caída riegan el monte. Quiero embriagarme con el olor a tomillo recién mojado mezclado con el grato y placentero perfume que desprende la montaña, con esa mezcolanza de olores serranos tan difícil de definir. Quiero oler a pajón empapado, y ver pero no puedo, ni quiero, el trasiego de aquellos tiempos de parvas angustiosas y de bieldos presurosos en las eras ante el presagio de tormenta.
El resplandor instantáneo de un relámpago me hace retornar a la realidad. Vuelvo a mi ventanal madrileño Gruesas gotas de agua tamborilean sobre los cristales dibujando de principio cortos surcos que al juntarse forman arroyuelos cayendo en cascada vidrio abajo. El trueno no se hace esperar mientras que su eco se confunde con el de un avión que anda presuroso por arañar cuanto antes la pista. La lluvia cae a cantarillos; diluvia hasta el punto que me hace ver difuminado el edificio de enfrente. El viejo jazmín torrecampeño que sobrevive año tras año en un macetero de mi terraza agita sus tallos bailando a los compases del viento una y otra vez haciendo despertar con su bamboleo a los contados jazmines que en la noche abrirán celebrando la vida con su certero perfumar. El raquítico olivo transportado desde tan buena tierra como la de mi pueblo y trasplantado en una maceta lo veo aporreado por el granizo de la tormenta lo que motivará aún más su lenta y duradera agonía producida por una penosa enfermedad llamada nostalgia. El amarillo de las hojas del pequeño y casi mustio naranjo son taladradas por el duro pedrisco y esto de seguro adelantará su poda.
Poco a poco el ruido de los truenos se va alejando y la lluvia torrencial ha dado paso a otra más templada como aquella de canales en mi pueblo en temporales de pleita y lumbre en la chimenea.  
Por el horizonte, por la sierra madrileña, las nubes aparecen ahora cortadas de forma transversal dejándose ver por el hueco de los nublos un cielo ensangrentado pintado por el crepúsculo.  
La tormenta ha pasado. Me dicen que otra más reciente regó nuestra tierra torrecampeña, y me imagino lo guapo que estará el campo. También las flores, esas que con tanto acierto nos retrata Juan Real, ahora se habrán despojado de la película del polvo agosteño y será un lujo que nos las muestre recién duchadas. Lo hará, estoy seguro.