sábado, 8 de junio de 2013

LA PLAZA, MERCADO DE JORNALEROS.

          
         

En una de mis entradas en este blog, escribí sobre la plaza de nuestro pueblo. Lo hice para recordar como era nuestra plaza en mi infancia y en mi juventud. Ya dije aquí en otro de mis escritos que en mis tiempos era el punto de reunión de todos los jóvenes los domingos y festivos. Aquello era una manifestación que aunque sin pancartas ni nada que revindicar nos permitían hacer sin tener que pedir autorización para ello a pesar de que en aquél tiempo estaba prohibido el derecho de reunión y de asociación.   
No puedo imaginarme el grado de sorpresa que se llevaría aquél posible visitante a nuestro pueblo fiel doctrinario y ortodoxo a las leyes establecidas en aquella época, hasta saber que el motivo de la concentración no era político.      
Pero sin adentrarme por veredas por las que no me gusta transitar porque siempre tropiezo ya que a mi me gusta andar por el surco entre las lindes, he de agregar que esta era la cara más alegre de nuestra plaza en aquellos tiempos porque existió otra, la que entre dos luces, al alba, servia para vender y comprar mano de obra.
El jornalero sin jornal se levantaba antes de amanecer mientras que la mujer permanecía en ascuas por si había suerte y encontraba el marido trabajo para de inmediato preparar el pan, el aceite, y poco más; tal vez, una alcachofa y una naranja y echarlas como sustento en la talega o en la mochila de trapo, aquella de dos aberturas que llevaban al hombro colgando entre pecho y espalda muchos de los que trabajaban en el campo en mis tiempos.
Aquellos hombres iban a la plaza a buscar un jornal y digo aquellos que eran muchos para diferenciarlos de los otros que siendo muy pocos, eran los que ofrecían el trabajo. Eran estos últimos los más poderosos, los dueños de las tierras, los que sus mujeres no esperaban ansiosas en la casa el regreso del marido que había ido a buscar trabajo a la plaza. Ellas no tenían que preparar talega ni vianda alguna, ni tampoco el ver a su marido regresar triste y abatido cuando a veces pasaban los días y las semanas sin que nadie le contratara. Me imagino a ese jornalero abatido, al desalentado porque no tenía la suerte de dar un jornal, y en cambio el vecino y el amigo sí. Qué de interrogantes se haría a la hora de mirar a su mujer y a sus hijos.
Los que encontrando trabajo se iban de vará eran unos afortunados ya que tenían el jornal asegurado por unos días, pero en cambio debían de pernoctar en un cortijo teniendo como colchón una saca de paja en el suelo.
La plaza bullía al alba de jornaleros que deseosos buscaban con la mirada a los manijeros para hacerse ver, eso estaba mejor que mendigarles un jornal, pues el torrecampeño ha sido siempre muy orgulloso y antes de la humillación con dolor de su corazón prefería optar por buscar otros horizontes, otra tierra, y abandonar la suya, la que le vio nacer, tierra que sólo les sirvió a muchos nada más que para venir al mundo porque registrado a su nombre no aparecía inscrita propiedad alguna, tan sólo hacían como muy suyo la labrada parcela de su  estirpe, además de la del amor a su pueblo.
La plaza era la oficina de empleo donde se acordaba de palabra el salario y aproximadamente los días a trabajar que por lo general eran los que durara la faena agrícola. No había contratos, ni papeles, ni altas en la seguridad social, ni paro obrero, ni tampoco “Per”. No había nada porque no tenían nada, tan solo en caso de accidente laboral algunos patronos disponían de un seguro de accidente de nefasta fama que era mejor no utilizar y optar por arreglar los papeles de la beneficencia siendo esta siempre la solución más acertada.
Yo siendo niño un día fui uno de aquellos que visitó al alba la plaza buscando un jornal acompañado de otro niño amigo mío, y no me avergüenza confesarlo, al contrario me llena de orgullo haber nacido siendo uno de aquellos y no de los otros. Estos últimos eran como dije antes los adinerados, los que si el trabajo hubiese sido bueno también se lo hubieran quedado para ellos, pero no saben lo que se perdieron pues como alguien dijo: Encuentra la felicidad en tu trabajo o nunca serás feliz. Yo acerté, ya que siempre lo fui.   
Por último, al margen de todo lo anterior, he de subrayar aquello que ya he repetido en alguna ocasión de que algunos con más mérito que yo podrán contar cosas como estas de nuestro pueblo, pero estoy seguro que para ello hurgarán en la memoria de otros. Haciendo una analogía con mi extinta profesión he de decir que la memoria es como una cartilla de ahorros donde vas guardando recuerdos y más recuerdos. Yo quise ahorrarlos, almacenarlos y atesorarlos para ahora reintegrarlos uno a uno a mi pueblo como viene siendo habitual a través de este blog, relatando evocaciones como la que hoy me ha tocado narrar.