viernes, 14 de febrero de 2014

LA NOCHE DE LOS CHISCOS


        Al poco del atardecer, cuando la pobre luz del sol de invierno se apaga y el frío envuelve a mi pueblo con las gélidas sábanas de enero, llegado la noche de San Antón las lumbres iluminan las calles con el fuego de las hogueras. Es esta una vieja tradición ancestral donde el fuego protagonista en la noche llega a convertirse en un rito mágico. Remontándonos en la noche de los tiempos esta celebración estoy por asegurar que tendría tendencias y tintes paganos en la creencia que con la quema en la hoguera de utensilios y enseres inservibles esta práctica servia para ahuyentar a los malos espíritus y proteger a los participantes de las enfermedades y de los malos augurios, aunque esta ceremonia tendría también como sigue teniendo hoy un claro denominador común, que es, el de servir de lazo de unión entre los vecinos.
Las luminarias de las hogueras de ahora en la noche previa al día de San Antón no relumbran como las de mis tiempos debido al grado de luminosidad en nuestras calles pues antes estaban alumbradas con unas pobres mortecinas bombillas, por eso aquellos chiscos de entonces refulgían con más resplandor proyectando las sombras de los participantes sobre los muros de las casas de una forma más espectral si cabe, y en el crepitar del fuego las pavesas encendidas se veían alzarse buscando el cielo en la noche confundiéndose  las chispas con el estrellado rutilante que pendía de la bóveda celeste.
Aquellas gentes de mis tiempos participábamos también de este ritual de los chiscos, pero lo hacíamos con muchas carencias entre la que destaco la falta de materia prima, es decir la leña. La leña era en todas las casas un elemento imprescindible que servía no sólo para calentarse alrededor de la lumbre sino para cocinar, -para aviar que decimos los torrecampeños- y naturalmente era un bien muy preciado que no podía ser derrochado de ahí que los chiquillos éramos los que nos encargábamos de la logística y del aprovisionamiento yendo hasta los olivares más próximos a por raíces de olivo y tallos de los que se amontonan durante la recolección de la aceituna, y no sólo de esto, sino que de las almazaras al descuido de los molineros birlábamos todos los ronderos que podíamos hasta el lugar de la fogata. A veces, también eran pasto de las llamas los que servían para limpiarse el barro del calzado y que en el portal de cada casa había uno a modo de felpudo. Nos lo llevábamos a hurtadillas, con el agravante de que si nos descubrían la paliza estaba asegurada, bien por el propietario o por nuestros padres si los perjudicados se chivaban.
Recuerdo que algunos vecinos generosos contribuían con alguna leña, pero lo más común era echar al fuego también algún trasto viejo como espuertas, capachos, sillas y algún que otro utensilio ya amortizado por el paso del tiempo, como aquellos castillejos que quedaron en desuso que servían para sostener de pie a los niños de muy corta edad. A propósito de estos castillejos que fueros desbancados por otros a los que en nuestro pueblo lo conocimos como taca-tá, he de añadir que en casa de mis padres teníamos uno que estaba siempre rodando prestado por las casas del vecindario así como las de algunos familiares y conocidos y que al final murió en la hoguera.  Con relación al castillejo quiero señalar porque estoy seguro que lo que voy a relatar a más de uno le sorprenderá, y es  que algunas madres que tenían una plebe y que por lo general estaban muy atareadas atendiendo a las labores del hogar, para que el niño dejase de llorar y se durmiera era costumbre mojarle el chupete una y otra vez en una infusión de cápsulas globulares  de adormideras,  así el niño quedaba casi al instante más que durmiendo, yo presumo que caía en un profundo sopor casi anestésico dentro del castillejo lo que permitía a la madre salir a hacer la compra o ir a lavar la ropa al arroyo sabiendo que la criatura tardaba en despertarse. Naturalmente esta práctica no generalizada pero si muy arraigada, era producto de la ignorancia puesto que no llegaban a sospechar el peligro que esta planta opiácea encerraba.
Pero volviendo a los chiscos de aquél ayer no quiero dejar en el tintero una tradición olvidada como la de los correnderos a los que ya dediqué una entrada en este blog, y es que alrededor del fuego las mujeres cantaban cogidas de la mano entonando soniquetes distintos en cada una de las coplas; algunas de ellas encerraban mensajes dirigidos al que rondaba. El chisco olía a tea, a ramón de olivo y al alpechín de los ronderos quemados mientras que el humo como un manto blanco se paseaba entre las tintineantes pobres y contadas luces de las embarrizadas calles.
Ahora, en la noche previa al día de San Antón, “la noche de los chiscos,” el aire arrastra el agradable y apetitoso olor que desprenden el gotear de las parrillas en las ascuas las esencias de las ricas viandas al asarse como: los chorizos, las morcillas y las chuletas. Todo un mundo de sabor a pueblo regado todo ello con vino y otros licores que quitan el frío y ponen a tono a los participantes que ya se ensayaban cuando estuve allí aquella noche para al poco tiempo también participar en “la noche de las migas”.
Así es mi pueblo. Un pueblo acogedor y divertido. Si no lo conoces ve a visitarlo, te encantará. Vayas cuando vayas, la fiesta está garantizada.
Perdón, se me olvidaba, se llama: Torredelcampo, pueblo olivarero de la provincia de Jaén, que si bueno es su aceite, mejor son sus gentes. Si lo buscas, búscalo con el nombre y el apellido todo junto, nada de separado, así lo han declarado hace unos días de forma oficiosa. Tal vez sea porque “se  parado” tiene un significado retorcido en estos tiempos de tanto paro, y es por lo que supongo que “todo junto” se escribe separado y “separado” todo junto.  No lo entiendo, como sabéis no soy hombre de letras.

         

sábado, 1 de febrero de 2014

SECRETO INCONFESABLE


Habrá quienes me consideren un hombre serio y cabal, además de familiar, hogareño, y no sé cuantas virtudes más que me he ganado por mi recto proceder a lo largo de mi dilata vida, pero hete aquí que nadie es perfecto, y yo, no iba a ser una excepción. 
Yo, al igual que el resto de los mortales tenemos siempre algo que esconder en nuestras vidas que tratamos de ocultar a toda costa. Hasta la gente más cristalina que nos rodea puede guardar un enigma inconfesable. A veces, me pregunto, qué es lo que nos arrastra a esconder ante los ojos de los demás aquello que consideramos un secreto que a toda costa ocultamos, para que ni oídos ni ojos ajenos puedan adentrarse en nuestras vidas privadas y logren por ello inmiscuirse de algún modo en aquello tan sagrado como es nuestra parcela de libertad, el mayor tesoro de todo ser humano. Debo confesar que mi secreto, el cual desvelaré más adelante, ha ejercido siempre en mí mientras ha permanecido oculto una evidente fascinación. Pero aunque tratemos de esconder nuestros secretos protegidos con tupidos y espesos velos de terciopelo, o guarecidos bajo los goznes de siete cámaras acorazadas, siempre llega el día fatídico que salen a la luz, y es entonces cuando descubren como hoy es mi caso aquello que durante mucho tiempo he querido preservar. Se trata de mi infidelidad. Sí amigos míos, la infidelidad; este es un vicio muy arraigado en mí desde mi más temprana edad que creció conmigo alimentado por las llamaradas pasionales de la pubertad, y aquello que creí desde el principio que seria un romance pasajero, se transformó en un idilio que persevera en mí con el mismo frenesí y erotismo si cabe que aquella que fue la primera vez.   
A lo largo de todo el tiempo he sabido mantener mi secreto contando con la seguridad que mi cautela me aconsejaba, siempre midiendo en todo momento mis pasos, procurando ser discreto y comedido amparado en la tranquilidad total de que la otra parte nunca llegaría a revelar nuestro idilio, pero yo, y no la “otra”, por culpa de un desliz fortuito motivado por mi pasión por la escritura ha originado un conflicto entre consortes,  todo, porque he dejado mi diario abierto en canal en mi mesa de escritorio, y esto último que estaba escribiendo en él,  es lo que ha producido el desenlace:
        

Esta vez, como casi siempre que voy al pueblo ardo en deseos de volverla a ver. Es algo que no puedo evitar. Estando allí la pasión me arrastra hasta estar a su lado. Ella, es unos años más joven que yo. Nació recién inaugurada mi pubertad. Otras de su edad lo hicieron al mismo tiempo, pero la exuberante lozanía y belleza de mi amada destacaba entre las demás consiguiendo que su hermosura llegara a cautivarme. Hoy he ido a verla de nuevo; vive un poco alejada del pueblo, así quedó establecido entre ambos desde el principio para que nuestro idilio pasase inadvertido ante los ojos de los demás, de modo y manera que nuestros apasionados encuentros fuesen lo más discretos posibles. Despeinada como la he visto esta vez, no por ello este hecho insignificante para mí le restaba belleza. Ella, coqueta donde las haya me lo ha hecho ver; para tranquilizarla le he dicho que le mandaré al mejor peluquero del pueblo para que le corte y le arregle ese largo pelo que con el viento se le desmelena. Desnuda y recién duchada por la regadera de este lluvioso y frío enero me ha parecido que los años no llegan a pasar por ella, de tal manera que me ha llegado a confesar que si la cuido como hasta ahora logrará permanecer siempre fecunda para darme cada año más y más renuevos, porque es su deseo retrasar a toda costa la etapa depresiva de la menopausia. Le he recordado cuando éramos jóvenes aquellas siestas al aire libre cuando cansado dormía junto a su tronco viendo como los pulgones le hacían cosquillas en su continuo y rápido ascender y descender por su vertical y erecto cuerpo. Hemos recordado también tiempos felices y me ha reprochado que no se acostumbra a que personas en las que confío la cuiden. Ella está habituada a mis caricias, a mis mimos y hasta a mis susurros, y le cuesta admitir...

        El teléfono interrumpió la escritura y allí quedó mi diario encima de la mesa del escritorio hasta después de hacer un recado urgente en la calle. A mi regreso mi mujer me esperaba. Su cara reflejaba el disgusto originado por su indiscreción. Después del << ¿quién es ella?>> y otras retahílas que no llegué a entender, anduve confuso hasta que señaló mi diario. A continuación, la risa se apoderó de mí, mientras que mi mujer me miraba sorprendido. Tuve que rogarle que me dejara terminar de escribir aquello que interrumpí. Lo hice. No quise extenderme mucho para llegar al final cuanto antes.

... que otros hagan la labor que hasta hace poco venia yo realizando.
Esta vez como siempre, al despedirme de ella no la besé, sino que acaricié una de sus ramas. Después, al poco de andar unos pasos volví la vista para contemplarla nuevamente. Allí estaba la oliva, la más hermosa de todas las que componen el pequeño olivarillo que tengo; el que planté siendo yo casi un niño. Hoy al cabo de los años me he atrevido a confesar por escrito mis sentimientos hacía esta mi oliva preferida. Y allí la dejé, mojada por la lluvia fría del invierno mientras espera ya al “cortaor, el peluquero”, para que la deje lo más guapa y elegante posible hasta la llegada de la primavera que ya está próxima donde volverá nuevamente a ser fecundada y parirá no sólo un fruto sino cientos, miles tal vez, con tal de agasajarme y corresponder con ello a nuestro mutuo amor.

Aclarado este malentendido, el desasosiego ha dado paso a la calma, y aquella pasajera turbulencia vivida por mí, la he querido transmitir amigo lector a ti también, para confundirte de alguna manera. Seguro estoy que la revelación sobre mi vida privada expuesta por mí al principio te sorprendería, pero créeme que mi intención era tratar de desconcertarte. No sé si lo he logrado pero espero que la opinión que tenias de mí haya estado en todo momento lejos de toda sospecha. La de mi mujer está fuera de toda duda.