jueves, 13 de noviembre de 2014

OTRA VEZ LA ACEITUNA


Ya estamos inmersos en otra campaña de aceituna. La cosecha de este año es escasa pero a pesar de eso habrá que ir a visitar una por una todas las olivas de nuestro pueblo para recoger el poco fruto que cuelgan de sus ramas,  para ello, mucho antes se tendrán que poner a punto todas las herramientas además de la maquinaría y todo el utillaje que hoy en día se utiliza para la recolección. Recuerdo aquellos tiempos de fardeos de lienzo donde las esportillas y esportones de esparto eran instrumentos indispensables para la recolección de la aceituna donde la limpia, aquella rampa de alambres con su depósito de madera al que llamábamos torba era de alguna forma el único utensilio con la tecnología más avanzada en aquella época. Tiempos aquellos donde las escuelas quedaban semivacias de niños y de niñas porque iban a ganar un mísero jornal para ayudar a sus padres. Como aquél niño torrecampeño de mi edad que pongo de ejemplo.
         -¡Vamos José, despierta!
         La voz de la madre se dejó oír desde las escaleras de la casa en la fría madrugada aceitunera en un mes de diciembre de mediados de los años cincuenta.
        José, aquél niño de tan solo once años abandonó el colchón de hojas de maíz, arropó a su hermano menor que dormía con él y a otros más pequeños que lo hacían en otra cama. Bajó las escaleras lo más rápido que pudo. En la estancia donde prendía una lumbre se calzó unas alpargatas de lona blanca, de un cántaro vertió agua en una palangana y de ella con sus manos juntas las llenó una y otra vez del líquido y frío elemento y la estrelló contra su cara.
       -Anda, tómate el café por llamarlo de alguna manera pues es de cebada tostada; échale los picatostes que sopado está muy bueno. Tu padre en el cortijo a estas horas ya se estará comiendo las migas. Quince días lleva ya el pobre durmiendo en el suelo en una saca de paja.  
        El niño no dijo nada, se limitó a mirar a su madre que le estaba arreglando la talega. Esta continuó hablando.
         -Te he echado además de una raspa de bacalao, una alcachofa y un tomate. Ten cuidado con el bote del aceite, era el del jarabe de tu hermano el más pequeño de cuando estuvo malo. Lo pongo en vertical para que no se vuelque y no manche la talega. Te pongo también unos higos pasos; hoy no llevas salchichón ni agujetas, ayer fui a la tienda a comprar, y bueno... no me gustó el precio. ¡Anda hijo, vete, que no te esperen, y súbete la corredera del saquito hasta el cuello!
         Entre dos luces aquél chiquillo marchó hasta el punto de partida para el tajo. Allí esperó la llegada de todos los componentes de la cuadrilla de aceituneros, la mayoría hombres, mujeres y otros niños de su edad.
         Llegado al tajo la voz del manijero se dejó oír:
       -¡Niño, el esportón arriba de la oliva siempre!  Cuando saquen las mujeres y vacíen las espuertas y esté del todo lleno... ¡A la cabeza con él   a llevarlo hasta donde están los sacos!  ¡Vamos, que para luego es tarde!  ¡Niño, los salteos, que no quede ni una, y no vayas al chisco tanto!
        A medía jornada a la hora de comer el frío cortaba la cara. El chiquillo se dispuso a almorzar guarecido detrás del tronco de una oliva. El aceite del bote estaba helado y no pudo por este motivo comer el tan característico y apetitoso panaseite. Ni que decir tiene que había que ser muy valiente para mondar una naranja, así es que cortó un poco de pan y sació un poco el hambre con él y con los higos secos que su madre le había puesto en la talega.
         Poco antes de ponerse el sol, terminada la faena, como premio a tanto esfuerzo le esperaba una hora de camino andando con sus zapatillas de lona por veredas y caminos intransitables de barro. Aún así, aquél chiquillo antes de llegar al pueblo se internó por entre los olivares ya recolectados y con un saco de pita que llevaba siempre que le servia a veces de impermeable cuando llovía lo llenó de tallos de olivo de los pequeños montones que cada oliva albergaba después del vareo, y recogió además algunas raíces que el arado cercenó tiempo atrás y que andaban dispersas en las camadas. Con ello tendrían para calentarse él y su familia y también serviría para aviar su madre la comida. Una vez en casa, su jornada aún no había terminado pues después de asearse su madre le mandó ir hasta la fuente a por agua con un cántaro.
         A continuación, es de suponer, que aquél chiquillo iría a recoger su salario a la casa del dueño del olivar. Seguramente serian ocho duros, cuarenta pesetas, el equivalente a la cuarta parte de lo que hoy cuesta un café.
       Alguien pensará que esto es demagogia. Quién lo dude que lo pregunte a las personas de mi edad. Tal vez muchos lo recuerden, y si lo recuerdan será porque tal vez lo oyeron o lo llegaron a vivir en primera persona. Yo fui uno de ellos.
         Ahora, el trabajo sigue siendo muy duro en la recolección de la aceituna ¡Claro que sí! Me hago cargo, por poner un ejemplo lo fatigoso que es aguantar todo el día una máquina de varear, pero terminada la faena todo el mundo al coche y a casita. ¡Ah! Y antes del mediodía la servesilla con el aperitivo. Yo no estoy en contra de nada de esto, muy al contrario me alegro. Antes, a pesar de tantas fatigas y esfuerzos no se llegaba a llevar al molino por persona ni la cuarta parte de la que se recolecta ahora, y es que los tiempos cambian a mejor. Afortunadamente.
¡Feliz aceituna amigos!