domingo, 26 de diciembre de 2010

EL ARROYO



        
Panorámica de Torredelcampo. Año 1956. Foto aérea. Se distingue el curso del arroyo que cruza el pueblo. A la izquierda el barrio de La Estación.



         Por aquí, por los entornos de mi ciudad adoptiva, aunque parezca raro, existen rincones como el que paso a describir donde la degradación medioambiental no es de momento preocupante. Suelo visitar éste lugar casi a diario, y mientras voy caminando hasta llegar a él, me embeleso sobre todo en la época primaveral, oyendo la bella sinfonía de los ruiseñores en las alamedas a lo que yo he dado en llamar concierto de flautas. Observo también mientras camino hacia ese lugar como ya los conejos  se han acostumbrado a mi presencia y ni se inmutan, o puede que tal vez me hayan  perdido el respeto, el caso es que ya no se molestan en salir corriendo hacia sus madrigueras; si acaso atusan sus orejas mientras me observan a poca distancia. No exagero es una plaga de tantos como hay.                                       
         Luego llegado a un arroyo, en sus orillas muchos días me siento bajo la enorme copa de un álamo casi centenario mientras me recreo en la lectura. En el tiempo otoñal,  estación que dicho sea de paso es la que más me gusta, algunas de sus hojas, sobre todo las de las ramas más altas y que son las primeras en adquirir el amarillo encendido de su muerte propio de esa estación, reparo como lenta y mansamente van  cayendo en el suelo  ante cualquier  soplo de brisa. La música que produce el viento al agitar sus ramas y sus hojas, me distrae a veces de la lectura, y observo como las mismas antes de su caída,   dibujan en el aire extrañas filigranas, hasta posarse bajo su lecho; otras en cambio son arrastradas por el arroyo silencioso que se desliza casi acariciando mis pies, y al resto de la arboleda, zarzas y otros matorrales.
         Es éste un arroyo con un buen caudal, de aguas limpias y cristalinas, que nace pocos metros más arriba de donde me suelo parar a reposar, en una extensa y vallada finca. Son tan limpias sus aguas que en los recovecos de su cauce dicen que moran aún cangrejos de río. Poco más abajo las aguas se bifurcan de forma artificial en dos caceras, para dar vida a una vega donde todavía queda algún hortelano.
         Este paraje que describo está en un lugar escondido y alejado para mí, pero merece la pena ir y gozar en su contemplación, sobre todo aquellos días que sin saber por qué, tu estado de ánimo así te lo aconseja. Allí distanciado de la polución y de los ruidos de la ciudad, me expansiono rodeado de naturaleza. Solo perturba su quietud el ruido de algún pájaro de hierro al que no quiero mirar para así no identificar su especie, o mejor dicho, su compañía o bandera ya que lo hacen a muy baja altura, por la proximidad al aeropuerto.
          Así, mirando el arroyo con detenimiento, recuerdo, nuestro arroyo de entonces, el Arroyo Santa Ana.
         Aquel arroyo de juncos, al que yo aunque siempre a regañadientes, ayudaba a mi madre a llevarle la canasta de ropa, para lavarla y reservar una poza. Yo me encaminaba hasta la Puerta Martos, por la entrada del transformador, cerca de la casilla del hombre del patín. Allí, arroyo arriba, y después de marcar una de las pozas con una piedra, hasta que mi madre venia, jugaba en los cauces de aquél caudal también de aguas limpias. Jugaba buscando ranas, porque escarbando entre los juncos, y la juncia, siempre saltaba alguna que trataría de capturar; o con juncos entrelazados hacia algo que se deslizaba por el agua, a lo que llamaba barco.
         Ese era nuestro arroyo, aquél en el que se lavaron más de mil lanas de casamientos, y se limpiaban los sacos y “fardeos” después de cada cosecha. Aquel arroyo, en el que hemos jugado tanto en aquellas siestas calurosas, buscando plantas olorosas de tomates en sus cauces, cuyas simientes antes de ser fecundadas, habían pasado por algún que otro entresijo.
         Nuestro arroyo. Ese arroyo que nutria en modo de alfombra hecha de juncos, juncia, mastranzos y menta, las calles el Día del Señor, y que se recogía en los recodos y remansos, aguas abajo, allí por donde hasta sus aguas no llegaban el eco de la campanas.   Ése arroyo que para cruzarlo había saltar de peña en peña, tal y como dice el cantar.
         También mostraba su rebeldía durante el fragor de alguna tormenta. La célebre “venia”. Más de un susto nos ha dado. Pero algo tenia de bueno, limpiaba el arroyo desde El Puente de Palo hasta Manfrio.
         Recuerdo también, cuando cayó el camión del “Olivo“ pendiente abajo por el puente de  La Puerta Martos, y tuvieron que subirlo con sogas. Medio pueblo estaba allí ese día.
         Un pajarillo me distrae y me vuelve a la realidad.  Va saltando de rama en rama, por entre la maleza del arroyo si percibir mi presencia. Creo que es un verderón.
         Miro de nuevo el arroyo. Sé que esas aguas transparentes que pasan ante mí sin tener prisa, quizás presagiando su triste destino, antes de morir la noche morirán en las fétidas, viscosas y malolientes aguas del río Jarama. Lástima.
                        
                                                          

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