viernes, 31 de diciembre de 2010

MADRID POR NAVIDAD


                                              


          Salgo de casa abrigado. En la calle, un viento frío del norte lleva desde hace días anunciando, la llegada inexorable del invierno. Cae la tarde, y como otras muchas, una neblina casi azulada envuelve el desapacible atardecer otoñal haciendo que los edificios en el cercano horizonte de la ciudad apenas se distingan. A través de los cristales empañados del autobús que me lleva al centro contemplo el intenso pero lento y parsimonioso tráfico de vehículos que todo lo inunda. No presto atención a ninguno de los viajeros que entran y salen en las continuas paradas; tan sólo lo hago para dejar mi asiento a una señora mayor la cual me dedica una mirada de agradecimiento. Afuera ya es de noche, y las luces de los luminosos han hecho su aparición; también lo hacen las miles de tintineantes luces navideñas queriendo impregnar el ambiente de eso que ahora se ha dado en llamar espíritu navideño.
         El autobús llega al final de su trayecto en Puerta del Sol y descarga su apretada carga humana entre la que me encuentro. Doy unos pasos vacilante intentando situarme y me veo arrastrado por una riada de gente que no se ni a donde se dirige. Camino entre la muchedumbre y unos pasos más adelante esquivo  la boca de metro que no para de vomitar y engullir a las masas entrando y saliendo todos  con prisa. En la acera una fila desordenada aguanta turno para comprar lotería mientras grupos de gentes de color pasean sus miserias por los aledaños de la  abigarrada calle Preciados, mezclándose con las voces de los trileros y gentes de la farándula ávidos de incautos. El eco de mis pasos queda ahogado por los miles de otros pasos, sólo se oye un ruido extraño y ronco producido por el murmullo de miles de murmullos, y hasta el sonido de un organillo que una vieja hace sonar al golpe de manivela queda mudo ya a escasos pasos desde donde nace.
         La calle es un hervidero de gente transitando, entrando y saliendo continuamente de los comercios, comprando tal vez aquello que luego no deberían de haber comprado por que no les sirve para nada, pero el caso es comprar. Más adelante un indigente pegado a la pared dormita arropado con una manta sobre unos cartones cerca de la bocana de un respiradero del metro ajeno a todo cuanto le rodea. Trato de salir cuanto antes de la vorágine donde me hallo, y llego hasta Gran Vía tratando de encontrar un claro entre el bosque, pero es igual tengo que retroceder. Un numeroso grupo de personas taponan la acera a la puerta de un cine esperando a los actores de no se que película que se estrena, que tal vez sean a estos a los únicos que aquí conozcan, porque aquí nadie conoce a nadie, porque esto no es mi pueblo... ¿Cuanto daría yo hoy por escuchar un ehhh... torrecampeño?, de esos ehhhh... que José Alcántara nos relata en su libro, pero llevo más de cuarenta años esperando y nada, que cuando quiero escucharlos me tengo que ir con mi gente, a mi pueblo, que allí el sol en los atardeceres se esconde entre colinas cuajadas de olivos y no aquí entre edificios. Que para ir a la plaza que es el centro voy andando, y voy saludando a gente que todavía me conoce, y no como aquí  que nadie conoce a nadie.
         Regreso a casa. Esta vez utilizo el metro. Una bocanada de aire viciado impregnado del olor a sudor y humanidad que le hace característico me saluda al entrar. Riadas de viajeros ocupan y caminan por sus intrincadas y jeroglíficas madrigueras. Nadie mira a nadie porque nadie conoce a nadie. Los veo pasar con las miradas perdidas. Seguro que algunos tendrán sus necesidades cubiertas, coche, piso, vacaciones, pero  estoy convencido que la mayoría no tienen pueblo como yo, y me siento un privilegiado ante  muchos de ellos, porque tener pueblo en Madrid es un título, y tener un pueblo como el mío es un don preciado, y no tenerlo una desgracia. Y yo recuerdo al mío igual que cuando lo dejé hace muchos años, que ahora por estas fechas olía a molino de aceite y a matanza, y el humo de las chimeneas por las noches se extendía por su calles aderezándolas de mil sabores, y cuando llegaba Navidad  los pollos dejaban de cantar al alba para hacerlo en la sartén, y se oían villancicos por las noches en las calles, y salía el  dueño de la casa grande con menos millones que decía el cantar con una botella de cristal rizado con aguardiente y dulces hechos en el horno como aguinaldo.
         Pensando en todos estos buenos recuerdos llego a casa y empiezo a preparar el equipaje para junto con mi mujer irme a mi Torredelcampo.           
Al día siguiente lo hago, vuelvo la cabeza al tiempo de marcharme y digo “Ahí su quedais”.
  
                                         

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