martes, 4 de enero de 2011

LA BARBERIA



De pequeño me daba pavor entrar a cortarme el pelo en la barbería que mi padre era cliente. Recuerdo la vieja máquina del cero con desconchones en el niquelado y sus cuchillas poco afiladas y oxidadas por lo que continuamente se atascaba; cuando esto ocurría sentía unos profundos y dolorosos tirones, ya que la máquina arrancaba más pelo que cortaba. En esas ocasiones yo trataba de hacerme el valiente, pero no podía evitar que algunos lagrimones se me escapasen formando arroyuelos en mis mejillas que bajaban lenta y mansamente atrapando en su recorrido algunos pelos al tiempo que yo me removía inquieto en la pequeña silla de anea colocada encima del sillón con pedestal de porcelana blanca acicalada de rodales negros por su descascarillado. 
Mientras esperaba que me tocase el turno me veía reflejado en un gran y viejo espejo con manchas por la caída de parte de su plateado -en navidades rotulaban con jabón en grandes caracteres el consabido: felices pascuas-, tan viejo era el espejo como la brocha para afeitar la cual mojaba el fígaro en un cubilete de metal antes de restregarla en una barra de jabón cilíndrica como un cirio revestida de papel fino de un plateado brillante.
También se veía reflejado en el espejo la pequeña repisa donde descansaban los útiles de trabajo, entre otros, varias navajas y el afilador de las mismas que era un mango de madera con dos correas tensas de cuero. Además, reposaban de adorno dos frascos de cristal transparente parecido a los escanciadores llenos de un líquido amarillo que aparentaba ser colonia pero que no era otra cosa que agua con pigmento de colorante condimentarío, posiblemente de la marca La Carmencita.
En invierno el agua para los afeitados la calentaba en un brasero de picón dentro de su vivienda que estaba al otro lado de una cortina que colgaba en un extremo de la sala. A veces cuando se hacía algún silencio solo se oía el ruido que producía la brocha poniendo en orden la espuma en la cara del cliente; era un ruido relajante, como el murmullo que se produce en la orilla de un pantano cuando el manso oleaje de un día de poco viento muere al chocar contra sus bordes. El olor que despedía el jabón de afeitar se mezclaba a veces con el olor a tabaco de cuarterón de algunos clientes que esperaban turno, aunque el mejor olor que conservo era el de Floyd.             
Casi siempre, a mitad de la faena, el barbero hacía un alto y se internaba tras la cortina; a continuación se oía el ruido inconfundible de una botella vertiendo su líquido por el gollete; era el vino que derramaba el maestro en su gaznate cuando a escondidas empinaba el codo. 
El gorgoteo de aquél artilugio metálico de cuello largo, con agujeros en el tapón que servia para mojar el pelo, anunciaba la terminación de la labor no sin antes haber restregado un poco de talco en el cogote.  
No había aún modas en cuanto al corte de pelo se refiere, así que lo único que yo pedía era que me indultara un poco de flequillo siempre anárquico y respingón, que trataba de alisar en determinados momentos con saliva.
Las barberías, sobre todo las de los pueblos como el nuestro eran lugares donde se hablaba de todas las novedades y acontecimientos que acaecían en el municipio, así, el barbero debía de ser discreto en las confidencias que hacían los parroquianos pues cualquier comentario desfavorable que hiciere sobre cualquier familia y fuese compartido por él, podría acarrearle algún disgusto y aligerarle la clientela. 
Aquella mi primera barbería que de principio odiaba, a medida que me iba haciendo mayor le fui tomando cariño, sobre todo cuando empecé a ir compartiendo tertulia con el barbero y con algunos parroquianos.
No existía en dicha barbería la clásica jaula del canario o el jilguero que en casi todas las peluquerías de caballeros cuelgan para amenizar con sus trinos la sala, pues lo suplantaba la música que producían las tijeras. Era tan relajante el cuchicheo armonioso de los instrumentos cortantes, que cuentan que más de un cliente quedó dormido en el sillón oyendo tan dulces y relajantes sonidos.
Los días que llovía la barbería se llenaba de las buenas y sufridas gentes del campo, que contaban y no acababan de todas las fatigas que pasaban trabajando soportando además las inclemencias del tiempo. Pero a mí, las tertulias que más me gustaban eran las de los cazadores que las adornaban dando toda clase de detalles, unas veces sobre la suerte de aquél conejo que se escondió en unas carrascas y que al perro le costó lo suyo sacarlo. Todas estas buenas conversaciones hacía que los que esperábamos turno nos deleitáramos con ellas pues los relatos eran muy pormenorizados con pinceladas sobre el tiempo y sus inclemencias, en verano de cómo disfrutaban de la fresca brisa mañanera y en otoño empapándose con las neblinas y las brumas, dibujando con las palabras los colores del paisaje. Solo faltaba en sus relatos el sonido del revoloteo de la perdiz y el aroma del tomillo del monte sobrando en estos casos el de Varon Dandy que inundaba a veces la sala.
Barberos, peluqueros, o también hoy llamados estilistas. ¡Que más da como quieran llamarlos! Yo, si tuviese que elegir, me quedaría con aquella entrañable barbería: la de Manuel.

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