domingo, 2 de enero de 2011

LA SIEMBRA

                                                          Estado de uno de los muchos cortijos torrecampeños            

                                                                   El Catill



                                                              Castillo de El Berrueco

Cuando las primeras lluvias otoñales empapaban la tierra al menos con “una labor de arado”, los barbechos regados se mostraban esponjosos dispuestos para anidar y fecundar la semilla. Cuando esto sucedía, un trasiego de gentes y de yuntas inundaba el paisaje de nuestros campos, principalmente nuestra campiña que se veía salpicada con los dibujos sinuosos, ondulantes y quebrados de incontables besanas dedicadas todas ellas al trabajo sagrado de la siembra.

El grato olor que producía la tierra fresca cuando era volcada por la vertedera del arado era para mí el mayor atractivo de la “ariega”, sobre todo en época de simienza. Me gustaba contemplar como la simiente que había sido previamente esparcida sobre el terreno, caía enterrada por el arado en el surco junto con otras hierbas otoñales y guijarros del barbecho. Algunos pajarillos picoteaban y revoloteaban sobre la tierra húmeda los gusanos o insectos que el arado iba levantando. Desde lejos, el contemplar la besana, daba la sensación de que la yunta era un barco en el mar con gaviotas piando a su alrededor.

La siembra era un arte que solo unos pocos podían presumir. No consistía en enterrar la semilla, sino que la misma cayera en la tierra bien distribuida, ya que si en algunos rodales no caía grano,  desde lejos, al crecer el sembrado, llegaban a distinguirse las calvas en la siembra. Se iban señalando las melgas o calles con varetas o con cavadas de azadón discontinuas en el terreno. Al hombro un costal en forma de morral con la simiente que se lanzaba con fuerza a medida que se iba andando. A izquierda y a derecha se repartía el grano y se procuraba que los pasos fuesen todos de igual medida caminando siempre por la mitad de la calle marcada.

Los días en otoño son cortos, y Grajales estaba muy lejos, de manera que cuando había que sembrar teníamos que pernoctar en el cortijillo durante varios días. Era irse “fuera o de vará”, pero a pesar de las penurias y vicisitudes a las que estábamos sometidos, valía la pena. La campiña en tiempo otoñal tenía mucho atractivo. Los rastrojos amarillos ya fueron quemados hace tiempo y ahora el color predominante era el pardo con ráfagas de rojos magras y pinceladas de grises claros. Algunas parcelas ya habían sido sembradas, de ahí que sus colores fuesen más fuertes y detonantes. No existía árbol alguno en aquél paraje. Tan solo en algunas colinas rocosas se podía apreciar alguna encina, por lo que la campiña en toda su desnudez se asemejaba al páramo.

El refugio o cortijillo era un habitáculo dividido en tres partes comunicadas entre sí, consistentes en una cocina, la cuadra, y el pajar que hacía las veces de dormitorio. La luz era artificial por lo que nos alumbrábamos con un candil de aceite. La lumbre se encendía por la mañana. La materia combustible consistía en pajaza y estiércol seco de las caballerías previamente apelmazado. Las habichuelas o garbanzos para el potaje se dejaban a remojo la noche anterior en agua y antes de marchar a sembrar se dejaba el puchero de barro arropado con el rescoldo de la materia antes descrita. Durante el tiempo de cocción que duraba bastantes horas ya que era muy lento se solía ir unas cuantas veces a echarle agua  sirviendo el potaje de cena por la noche.

Los amaneceres en la campiña en esa época eran esplendorosos. Antes de salir el sol, una neblina casi azulada invadía las cañadas. Las piedras de los majanos  brillaban por la plata de la escarcha, y el canto de la perdiz al alba rompía el silencio de las tierras que estaban siendo fecundadas. Desde mi posición, contemplaba la salida del astro rey apareciendo entre su fulgurante resplandor la silueta del castillo del Berrueco incendiado por los vivos y centelleantes destellos del amanecer, mientras que un cielo  de color anaranjado iba impregnando las colinas y cerros del entorno.  Al atardecer, este espectáculo volvía a repetirse cuando el sol se escondía por Villadompardo.  A esas horas, el eco fúnebre y lastimero de los mochuelos con sus cantos casi humanos, engullían cualquier otro sonido de la campiña.

Me gustaba la noche porque solía charlar con mi padre al calor de la lumbre, antes, y después de la cena. La triste luz del candil colgado en un palo del tejado proyectaba sombras alargadas sobre las paredes del cortijo produciendo una sensación tétrica en la estancia.  Me sobrecogía cuando los animales en la cuadra dejaban de comer y atusaban las orejas dirigiendo su mirada hacia la puerta siempre atrancada por un palo. Nunca resultaba ser nadie, tal vez sería algún perro vagabundo u otro animal que merodeara por los alrededores, pero aunque me sentía protegido por mi padre, he de confesar que cuando esto sucedía llegaba a acojonarme.

Después de la cena, como habitación el pajar, y como colchón la paja, donde se procuraba encontrar la postura más cómoda para el descanso. Invitaba a dormir el ronroneo monótono casi cansino de las caballerías comiendo en los pesebres. A veces, en este tiempo, el tamborilear del agua en el tejado cuando llovía producía una música dulce que te invitaba a seguir descansando.

En nombre sea de Dios, con estas palabras después de besar la semilla y mirar al cielo lanzaba al aire mi padre el primer puñado de grano cuando íbamos a sembrar. Hoy, después de muchos años a mi silencio cuando pronunciaba aquella frase, solo me resta decir: Amén.

 

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