martes, 10 de mayo de 2011

UN CANTAOR DE MI PUEBLO

     

                                          
                                       Juan Alcántara Capiscol el día de su homenaje. Año 2010 


         Cierro mis ojos e intento acarrear a mi memoria la imagen que tengo de él cantando. Fue un día hace muchos años, en una fresca mañana veraniega en su finca de El Calvario. Allí nos reunimos unos cuantos para dar cuenta de un desayuno poco frugal y poco habitual en mí: huevos fritos, y pimientos verdes; fritos también, estos últimos, dorados y bien retostados por el rico aceite torrecampeño, todo ello además regado con vino del pais originario de la viña que circunda la casilla enclavada en su propiedad.
         De su vino presume y con razón el aficionado viticultor, ya que año tras año se va superando, y doy fe de que así es.
         Nada más llegar, y al poco de saborear el vino, entre trago y trago surgió el cante, y de cómo lo recuerdo, así lo narro:
         El cantaor rompió el silencio que se ha de hacer para escucharle, con un ay bajito. Es el ay que sirve de preparación a los cantaores, para poner con ello a tono las gargantas. A continuación, sentado, con las manos apoyadas en sus piernas, fijó su mirada en un punto del suelo, para de inmediato romper en un quejio que salió de su portentosa garganta; que más que quejio era como un desgarro que le salió del alma. Ése es su cante, el cual se fundió con la letra de una corta soleá, supongo como esta que me viene a la memoria:

                            Aquél que nunca lloró
                            ni en su vida tuvo pena,
                            vive feliz pero ignora
                            si esta vida es mala o buena.

         Aparco por un momento mientras escribo estas escenas, ya que otras interrumpen mi memoria, y recuerdo cuando en las tabernas de nuestro pueblo, era costumbre escuchar a cantaores de flamenco. Así, supongo, que seria en casi toda Andalucía, y no cómo nos lo vende la literatura y el cine, donde en tablaos, señoritos juerguistas y tarambanas, empapados de manzanilla, se dedicaban a manosear a mujeres de dudosa reputación, entre tapas, humo de tabaco y una corte de rastreros y serviles muertos de hambre dispuestos a tocar las palmas y reír las risas del que pagaba el jamón.
         No, los cantaores de nuestro pueblo, eran aficionados espontáneos, que acostumbraban entre vaso y vaso, a ensayar sus gargantas y pulmones, y créanme que los había buenos, y los sigue habiendo. Decían que su mérito era producto del agua de nuestro pueblo. No lo creo, era y es, supongo, la afición por este arte, hoy en decadencia. 
         Vuelvo a los primeros recuerdos.
          El cantaor terminó arropado por los olés prolongados de los allí reunidos, ahogando con ello el último aliento que salió de sus pulmones. Se oyó, supongo además de los olés, algún: ele ahí tus mendas.
         El cantaor al que me refiero es un torrecampeño menudo, de ojos saltarines y prominentes, envueltos ahora por el turbio velo de los años; no parece tener muchos, pero los que tenga los lleva con mucha dignidad, aparentando una madurez aún incipiente, si bien, su mucha juventud acumulada le pasa factura a veces, tal vez por los excesos del trabajo desde su más temprana edad.
         Supongo que con estos cortos detalles, muchos, ya lo habrán identificado. Sin ninguna duda es Juan Alcántara Capiscol, más conocido por: Capiscol, persona con la que me une una gran amistad.
         En mis conversaciones con él me he confesado amante del cante, sin ser yo un gran entendedor, pues sólo conozco unos cuantos palos, pero sé apreciar al que lo hace bien, y Capiscol es de los buenos. Cuando nos vemos siempre le pregunto: -¿Qué tal la flauta? -En clara referencia a saber del estado actual de su garganta.
         Este año debido a la climatología en Semana Santa, no ha podido desgranar desde los balcones esas saetas, que también sabe cantar, las cuales son canto, además de oración, en las procesiones de nuestro pueblo; saetas las cuales a mí me traen recuerdos de mi infancia como estos:


                              En la madrugá  del Viernes Santo.

                            Hay escarcha en los balcones,
                            menos en el que están cantando,
                            una saeta se escapa
                            como potro desbocado,
                            llega hasta el olivar,
                            y hasta el arroyo cercano.

                            Huele a aguardiente y manzanilla
                            además de a incienso y  nardo,
                            huele a pétalos de rosa,
                            y a” verde” recién cortao.
                   
         El año pasado nuestro pueblo le rindió un merecido homenaje a este torrecampeño, cantaor, en pueblo de cantaores.
         Yo le dedico además de estas líneas,  la letra para una copla, para que la ajuste al palo que mejor le vaya, y sirva como mi pequeño homenaje a este buen cantaor, y amigo, al que se le conoce por su segundo apellido: Capiscol.
            

                            Torredelcampo es mi pueblo
                            fama le dio un cantaor
                            Juan se llamaba aquél,
                            y Juan se llama Capiscol.  


Recibe un abrazo, amigo Juan.


4 comentarios:

  1. Yo también me declaro admirador de Capiscol, lo he oido poco, pero cuando he tenido esa dicha, he disfrutado.

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  2. Juan, me alegra que seamos de la misma opinión. Tu tocayo es de los buenos. Me tiene prometido desde hace tiempo compartir unos vinos del pais al tiempo de disfrutar con su cante. Se alegrará que tú también participes. Te avisaré cuando eso llegue.
    Un abrazo.

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