martes, 26 de marzo de 2013

SEMANAS SANTAS DEL AYER Y DE HOY

Recuerdo  las Semanas Santas de mi niñez por el olor a manzanilla y a aguardiente en la madrugá del Viernes Santo. También recuerdo aquellos costaleros a sueldo con su horquilla en la mano presurosos de llegar al final de su trayecto para festejar su salario, y del sonido afilado de aquella trompeta que tocaba aquél hombre de cara tan arrugada como su corneta, vestido de romano, que año tras año era la admiración de los chiquillos, sin olvidarme de los soldaos romanos, aquellos de lanza, penacho, y casco de hojalata con visera de rejilla oscilante que servia para ocultar su rostro.
Sigue estando en mi recuerdo el concurso de saetas en la radio en aquella EAJ61 Radio Jaén, donde los cantaores torrecampeños siempre sacaban buenas notas.
Recuerdo asimismo aquellas pequeñas peloticas blancas con goma larga incorporada que después de lanzarlas volvían a nuestras manos, y aquellas gafas de cartón con cristales de papel de dos colores que comprábamos los chiquillos en el carro de chucherias que iba delante de la procesión. Y cómo no recordar aquellos primeros penitentes o nazarenos a los que llamábamos sanjuanitas.
También guardo en mi memoria en la procesión del Santo Entierro ver a los cofrades todos vestidos con trajes negros y un botón rojo en la solapa. Como también ir el Sábado de Gloria a por agua bendita a la iglesia para rociarla en todos los rincones de la casa.
Pero para recuerdos placenteros de aquellas Semanas Santas de mis tiempos los sabores de aquellas galletas onduladas hechas por nuestras madres y cocidas en el horno, y aquellas esponjosas magdalenas, dulces los dos típicos de Semana Santa. No quiero dejar de mencionar el encebollao con bacalao, plato este por antonomasia muy propio en estas fechas que hoy sospecho es un guiso relegado.
Todo lo que he reseñado han sido unas breves pinceladas de aquellas Semanas Santas de mis tiempos, pero  si hubiese ido esta  a mi pueblo, hubiese saboreado  estas otras sensaciones que paso a describir:      
Me hubiese gustado escuchar como antaño desde los balcones algunas saetas, que más que saetas son oraciones salidas de gargantas torrecampeñas.
También a nuestra banda de música interpretando el himno a Nuestro Padre Jesús, en la calle Constitución donde en esta avenida la procesión a su compás se duerme, y la música con el silencio se hace rezo.
Asimismo hubiese podido acompañar a todos los pasos y verlos salir de la iglesia, entre ellos a Nuestro Padre Jesús en la fría madrugá, y haber contemplado su trono adornado de claveles rojos y de lirios moraos como su manto, además de respirar el aire embriagado de incienso y nardos, y oír como llega a romperse el silencio por algún que otro escalofrío de emoción.  Hubiese observado el fervor de los sudorosos costaleros apiñados en los varales de las andas atentos a la voz del capataz, y en su andar llevando a cuestas a las sagradas imágenes llegar a oír sus racheados pasos en su lento caminar.
También hubiese podido contemplar a la mujer torrecampeña vestida de mantilla, pues a pesar de la seriedad que la procesión impone, su elegancia y belleza se realzan aún más con el fervor religioso, poniéndose de manifiesto aquello de que el garbo y la hermosura son cosas muy difíciles de esconder.       
Hubiese querido ser paloma en la procesión del Resucitao, lumbre en la Noche Santa de alfa y omega, ser cofrade de todas las cofradías, además de vela en todas las procesiones.
También  hubiese visitado a nuestra Patrona Santa Ana en su ermita, y haber contemplado en sus alrededores las tablillas y cuerdas de señalización y reserva del lugar donde algunos celebrarán la romería.
Y ya por último en la mañana del Viernes Santo después de la procesión, si el tiempo lo hubiese permitido, haberme sentado en algunas de las terrazas de cualquier bar –siempre que quedara alguna mesa libre- y tomarme con los amigos una servesilla y alguna que otra tapa.
Otro año será, qué le vamos a hacer.

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