domingo, 28 de abril de 2013

AQUELLAS OTRAS ROMERIAS

        

        

                    Con un grupo de amigos en la Fiesta Santa Ana. El "cocinero" el señor de más edad no es el que refiero en mi escrito.
           En vísperas de nuestra romería, cuando el ambiente romero supongo debe de impregnar el pueblo, yo me imagino desde la distancia a la gente haciendo planes, preparando cada grupo de amigos, cada familia, y por lo general cada torrecampeño, la caseta, las bebidas y todos los ingredientes propios para celebrar nuestra romería, nuestra Fiesta Santa Ana
             Es curioso esta buena costumbre que tenemos los torrecampeños cuando nos referimos al acontecimiento que celebramos cada primer domingo de mayo, utilizar para ello la expresión de: Fiesta Santa Ana. Tal vez sea porque decir sólo romería, sería una desconsideración y un menosprecio hacia nuestra Patrona, hecho este que debemos de agradecer a nuestros antepasados que nos transmitieron esta forma tan cariñosa de denominar a nuestra fiesta más importante.
         Pronto se oirá la flauta y el tamboril por nuestras calles, preámbulo este de que la romería está ahí detrás de la esquina, y es que los que hacen el camino en su paseo matinal por el pueblo además de invitar a la gente a que se unan a ellos, alertan a los más desganados para que preparen ya sus planes romeros.
         A propósito de planes, muchos no sabrán que hubo un tiempo que ir a comer al cerro se le llamaba: ir de plan; los más veteranos, nuestros padres y abuelos en cambio utilizaban para ello el término: ir de comitrona. En mis tiempos sobre todo en mi niñez eran muy pocos los que íbamos de plan, pero no por eso se dejaba de subir a la ermita, y deambular por el monte, al que recuerdo verlo entonces salpicado de fardeos en forma de palio donde la gente se resguardaba del sol, mientras que las caballerías campeaban a sus anchas mordisqueando la hierba, y atusando las orejas cuando algún borrico entero de los que pacían, lanzaba sus desafíos amorosos a alguna de su prole en forma de rebuznos desaforados.
         Yo siendo chiquillo subía al cerro la Fiesta Santa Ana con mis amigos y aparte de comprarnos un estadal, un pito de aquellos de barro, o un trozo de cañaduz, era visita obligada llegar hasta la cueva y luego ir a beber agua a la fuente de la Bañizuela y estando allí, adentrarnos entre la frondosidad espesa de su bosquecillo.
         Años más tarde en mi pubertad, ya pude ir de plan con mis amigos. Recuerdo que lo primero que debíamos buscar era un “cocinero” Entrecomillo lo de cocinero porque en realidad servia cualquier persona que además de disponer de una caballería para llevar la leña y el resto de las provisiones, supiera guisar la carne en la sartén a nuestro modo y manera –que por cierto la hacemos muy rica-, que se ocupase de comprar el borrego y de sacrificarlo, y con su servicio totalmente desinteresado tenia asegurado y compensado el participar libremente en el festín.
         Un año, recuerdo que nuestra junta de amigos llevamos a un “cocinero” que una vez que sacrificó el borrego y echarse al bolsillo las cuatro pesetas que nos dio el hombre al que vendimos la zalea, nos dijo que nos fuésemos a dar una vuelta por el cerro, cosa que hicimos todos cantando y bebiendo de una bota de vino que íbamos pasando de mano en mano. Cuando volvimos ya estaba condimentando la carne en la sartén. A la hora de comer, en el amplio recipiente de metal nadaban sólo cuatro zancajos de la falda y el pescuezo del cordero, y él nos animaba a comer diciendo que mojásemos en la salsa que era lo mejor. Ninguno de nosotros por prudencia dijimos nada pero estaba claro que por entre los descosidos de la montura de su mula albergaban escondidas las piernas, las paletillas y todo lo mejor del cordero.
         ¡Ay aquellos tiempos! Tiempos en los que la palabra hambre estaba proscrita y que algunos tenían que cambiarla a la hora de escribirla por la de apetito, o por ganas de comer como Ibáñez el creador del personaje Carpanta en los tebeos, y que siempre que he leído alguno después de aquella romería me he acordado no sé por qué del “cocinero” en cuestión.
         Pero continuando con la Fiesta Santa Ana de mis tiempos, al atardecer, se acompañaba a Nuestra Patrona hasta el pueblo en procesión. Delante iban todas las caballerías adornadas la mayoría de ellas de ramas escamujadas del bosque de la Bañizuela, como también los sombreros de muchos romeros. ¡Que tremendo error el de tronchar las plantas, hoy ya afortunadamente corregido!  Me gustaba contemplar a los que regresaban bebidos. Ellos se reían de la gente y nosotros de ellos, y es que el borracho de vino por lo general era alegre y pacífico, nada comparado con el beodo de los tiempos actuales, que se vuelve violento por el revuelto de bebidas que incendian sus neuronas.  
         Cuando el sol, con un beso de púrpura acariciaba los trigales del camino llegándose a confundir con el color de las clavellinas que salpicaban las tierras sembradas de vezas, nuestra Patrona entraba en Torredelcampo en procesión. En una procesión alegre, de vivas y cánticos romeros pero imperando en todo su recorrido el comedimiento y el respeto, hoy valores estos los cuales lamentablemente cotizan a la baja en la sociedad actual.
         Y atrás quedaba el monte entre las sombras, y mientras se encendían los grillos con sus cantos y el campo se llenaba de oscuridad y de silencios, por la Puerta Martos la gente se agolpaba para ver a su Patrona que a partir de ese momento descansaría en la Iglesia por unos días para que los torrecampeños pudiesen visitarla y honrarla.
         Al día siguiente lunes, por aquél entonces no se celebraba como ahora viene siendo costumbre el arremate, porque en aquellas romerías nunca nos sobraba nada, pues era muy poco lo que llevábamos. Aunque, pensándolo bien, quien lo celebraría aquél año y a puerta cerrada en su casa, sería aquél “cocinero”, que se llevó en el cerón lo mejor del borrego, de aquella comitrona de mis tiempos.  
¡Qué época Dios! ¡Qué recuerdos tan gratos!

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