sábado, 6 de diciembre de 2014

LA SANIDAD DE AHORA. LA SANIDAD DE ENTONCES.


A veces, me resulta indignante oír en los medios de comunicación a tertulianos y leer a columnistas en determinados diarios de tirada nacional argumentando críticas muy duras sobre nuestra sanidad nacional. Yo estoy de acuerdo de que todo lo bueno se puede mejorar, pero de ahí a presentar un panorama desolador en lo concerniente a la sanidad actual es muy cuestionable.
La mayoría de estos críticos nacieron al amparo de una tarjeta sanitaria y su opinión casi siempre no es la suya sino de quiénes les mandan y les dirigen siguiendo consignas del ideal del medio donde trabajan, dándome igual del grupo político al que pertenezcan. Al final, de forma descarada todos barren en pos de lo que les manda su amo que es el que les paga.
He dicho anteriormente que la mayoría de estos críticos nacieron al amparo de una tarjeta sanitaria y es verdad; nacieron cuando la Seguridad Social ya funcionaba en España, cuando ya existían los médicos de cabecera, cuando no había que pagar nada por lo medicamentos, cuando en el ambulatorio más cercano a tu domicilio había siempre un médico de urgencias, cuando la ambulancia tardaba cinco minutos en llegar al domicilio del enfermo, cuando ya existían hospitales con especialistas de todas las ramas de la medicina con la cirugía más avanzada, y un largo etcétera más de derechos ganados poco a poco por aquellos que como yo nacimos cuando todo lo que he indicado no existía. ¿Pero de lo mencionado no teníais nada? Dirán los más incrédulos. Nada, por eso quiero refrescarles la memoria a muchos, y para ello me voy a trasladar a nuestro pueblo hasta los años cincuenta.  
En nuestro pueblo ante cualquier emergencia cuando yo era niño sólo disponíamos de la Casa de Socorro que si mal no recuerdo estaba ubicada en los años que ya he señalado en la calle Tomillar. Creo recordar que sólo se abría para atender casos de necesidad, como lesiones o contusiones por accidente que eran solucionadas con unas grapas y otras curas de vendajes y esparadrapo, ya que cuando las circunstancias lo requerían la familia llamaba al taxista para llevar al accidentado o al enfermo hasta el Hospital de San Juan de Dios de Jaén, entonces atendido por Hermanas de la Caridad que dicho sea de paso hacían una labor encomiable. Después, la familia tenía que ir al Ayuntamiento a solucionar los papeles de la Beneficencia que casi siempre eran aceptados, so pena de que el solicitante disfrutase de un nivel económico elevado recomendándoles a estos entonces la sanidad privada.
El no gozar de buena salud no tan sólo era una desgracia por el sufrimiento del enfermo, sino que en el plano económico podía llevarse los ahorros de toda una familia, puesto que la precariedad y la masificación de los que se acogían a la Beneficencia hacía que la familia optase por el “médico por los dineros” -como en nuestro pueblo se decía y aún se sigue utilizando esta expresión-, con tal de salvar la vida del familiar.
Se preguntarán algunos también si en nuestro pueblo no había médicos; efectivamente los había pero privados, al igual que practicantes, hoy llamados ATS. A ambos, había que pagarles cuando realizaban cualquier función propia de su competencia. Asimismo los medicamentos eran costeados por los enfermos.
Había un médico en nuestro pueblo que era en aquél tiempo nuestro 061 de hoy, o nuestro Samur, el hombre que a cualquier hora estaba dispuesto para atender a un enfermo, con un corazón grande y generoso ya que se le olvidaba cobrar a las personas necesitadas y entonces eran muchas; me estoy refiriendo a don Manuel Pulgar, al que busco su imagen en mi memoria y me aparece con su pequeño maletín donde llevaba su instrumental caminando a paso ligero muchas veces con dirección al domicilio donde le requerían. Un abnegado de su profesión y un buen hombre, así fue don Manuel Pulgar al que me alegro recordar hoy pues hablando de la sanidad de entonces en nuestro pueblo no podía olvidar dedicarle unas líneas en su recuerdo.
Hace tiempo, a principios de los años noventa visité junto con mi mujer y un grupo de amigos un país que no quiero mencionar porque de inmediato algunos de los afines a los que allí gobiernan pudiera sin pretenderlo herir su susceptibilidad. Allí, y lo tengo grabado en un video, la directora del hospital de una población de más de doscientos mil habitantes nos pidió que le enviásemos todas las medicinas que pudiéramos, entre todo cosas tan primarias como jeringuillas. Vi a gente de los que me acompañaban llorar en aquél hospital de planta baja con el techo de uralita donde las analíticas las hacían manualmente utilizando guarismos. Esto que comento es a modo de comparación con lo que es nuestra sanidad.
Hoy la media de esperanza de vida en España es la más alta de Europa estando en 82,5 años. Yo quisiera como tú también que la medicina fuera totalmente gratis como antes lo fue y nada de copago, pero habrá muchos que estén de acuerdo conmigo de que la barra libre trajo como consecuencia el despilfarro, y como resultado de ello en muchos hogares existían “mini-farmacias” que luego la mayoría de los medicamentos iban al cesto de la basura. Ahora, por culpa de muchos abusos como estos y también por los innombrables gobernantes que hacen cola para entrar en la cárcel, estamos en un periodo de recortes que espero pronto sean restituidos.
Pero lo que si quiero dejar claro es que en España disfrutamos de una sanidad que es para estar orgullosos, con defectos que habrá que mejorar no cabe duda, pero que tal y como está el panorama hoy parece que esto va para largo. Tal vez lo mejor es decir: Virgencita que me quede como estoy.              




jueves, 13 de noviembre de 2014

OTRA VEZ LA ACEITUNA


Ya estamos inmersos en otra campaña de aceituna. La cosecha de este año es escasa pero a pesar de eso habrá que ir a visitar una por una todas las olivas de nuestro pueblo para recoger el poco fruto que cuelgan de sus ramas,  para ello, mucho antes se tendrán que poner a punto todas las herramientas además de la maquinaría y todo el utillaje que hoy en día se utiliza para la recolección. Recuerdo aquellos tiempos de fardeos de lienzo donde las esportillas y esportones de esparto eran instrumentos indispensables para la recolección de la aceituna donde la limpia, aquella rampa de alambres con su depósito de madera al que llamábamos torba era de alguna forma el único utensilio con la tecnología más avanzada en aquella época. Tiempos aquellos donde las escuelas quedaban semivacias de niños y de niñas porque iban a ganar un mísero jornal para ayudar a sus padres. Como aquél niño torrecampeño de mi edad que pongo de ejemplo.
         -¡Vamos José, despierta!
         La voz de la madre se dejó oír desde las escaleras de la casa en la fría madrugada aceitunera en un mes de diciembre de mediados de los años cincuenta.
        José, aquél niño de tan solo once años abandonó el colchón de hojas de maíz, arropó a su hermano menor que dormía con él y a otros más pequeños que lo hacían en otra cama. Bajó las escaleras lo más rápido que pudo. En la estancia donde prendía una lumbre se calzó unas alpargatas de lona blanca, de un cántaro vertió agua en una palangana y de ella con sus manos juntas las llenó una y otra vez del líquido y frío elemento y la estrelló contra su cara.
       -Anda, tómate el café por llamarlo de alguna manera pues es de cebada tostada; échale los picatostes que sopado está muy bueno. Tu padre en el cortijo a estas horas ya se estará comiendo las migas. Quince días lleva ya el pobre durmiendo en el suelo en una saca de paja.  
        El niño no dijo nada, se limitó a mirar a su madre que le estaba arreglando la talega. Esta continuó hablando.
         -Te he echado además de una raspa de bacalao, una alcachofa y un tomate. Ten cuidado con el bote del aceite, era el del jarabe de tu hermano el más pequeño de cuando estuvo malo. Lo pongo en vertical para que no se vuelque y no manche la talega. Te pongo también unos higos pasos; hoy no llevas salchichón ni agujetas, ayer fui a la tienda a comprar, y bueno... no me gustó el precio. ¡Anda hijo, vete, que no te esperen, y súbete la corredera del saquito hasta el cuello!
         Entre dos luces aquél chiquillo marchó hasta el punto de partida para el tajo. Allí esperó la llegada de todos los componentes de la cuadrilla de aceituneros, la mayoría hombres, mujeres y otros niños de su edad.
         Llegado al tajo la voz del manijero se dejó oír:
       -¡Niño, el esportón arriba de la oliva siempre!  Cuando saquen las mujeres y vacíen las espuertas y esté del todo lleno... ¡A la cabeza con él   a llevarlo hasta donde están los sacos!  ¡Vamos, que para luego es tarde!  ¡Niño, los salteos, que no quede ni una, y no vayas al chisco tanto!
        A medía jornada a la hora de comer el frío cortaba la cara. El chiquillo se dispuso a almorzar guarecido detrás del tronco de una oliva. El aceite del bote estaba helado y no pudo por este motivo comer el tan característico y apetitoso panaseite. Ni que decir tiene que había que ser muy valiente para mondar una naranja, así es que cortó un poco de pan y sació un poco el hambre con él y con los higos secos que su madre le había puesto en la talega.
         Poco antes de ponerse el sol, terminada la faena, como premio a tanto esfuerzo le esperaba una hora de camino andando con sus zapatillas de lona por veredas y caminos intransitables de barro. Aún así, aquél chiquillo antes de llegar al pueblo se internó por entre los olivares ya recolectados y con un saco de pita que llevaba siempre que le servia a veces de impermeable cuando llovía lo llenó de tallos de olivo de los pequeños montones que cada oliva albergaba después del vareo, y recogió además algunas raíces que el arado cercenó tiempo atrás y que andaban dispersas en las camadas. Con ello tendrían para calentarse él y su familia y también serviría para aviar su madre la comida. Una vez en casa, su jornada aún no había terminado pues después de asearse su madre le mandó ir hasta la fuente a por agua con un cántaro.
         A continuación, es de suponer, que aquél chiquillo iría a recoger su salario a la casa del dueño del olivar. Seguramente serian ocho duros, cuarenta pesetas, el equivalente a la cuarta parte de lo que hoy cuesta un café.
       Alguien pensará que esto es demagogia. Quién lo dude que lo pregunte a las personas de mi edad. Tal vez muchos lo recuerden, y si lo recuerdan será porque tal vez lo oyeron o lo llegaron a vivir en primera persona. Yo fui uno de ellos.
         Ahora, el trabajo sigue siendo muy duro en la recolección de la aceituna ¡Claro que sí! Me hago cargo, por poner un ejemplo lo fatigoso que es aguantar todo el día una máquina de varear, pero terminada la faena todo el mundo al coche y a casita. ¡Ah! Y antes del mediodía la servesilla con el aperitivo. Yo no estoy en contra de nada de esto, muy al contrario me alegro. Antes, a pesar de tantas fatigas y esfuerzos no se llegaba a llevar al molino por persona ni la cuarta parte de la que se recolecta ahora, y es que los tiempos cambian a mejor. Afortunadamente.
¡Feliz aceituna amigos!

    

martes, 14 de octubre de 2014

¿TE ACUERDAS DE...?


     Me gusta la gente que colecciona recuerdos. En conversaciones con ellos/as la pregunta más común que de inmediato sale a flote es: ¿te acuerdas de...?, para de inmediato poner a trabajar nuestra memoria y recordar pasajes de un tiempo que se nos fue. Alguien dijo que la memoria es el único paraíso donde nadie puede ser expulsado, y es muy cierto.
Hoy quiero recordar contigo querido torrecampeño/a, y me dirijo a ti que tienes mi edad o incluso si eres unas quintas mayor, o tal vez menor que yo. 
He empleado la palabra quinta término este muy utilizado en nuestro pueblo y eso me da pié para preguntarte... ¿te acuerdas cuando nos fuimos a la mili? Primero había que pasar por la prueba de la talla, o de medirse como decíamos en nuestro pueblo. Ser apto para el servicio militar era signo de no sufrir ninguna discapacidad y eso evidenciaba no solo estar capacitado para afrontar el periplo de la mili, sino el de ser una persona útil para poder hacer frente a cualquier clase de trabajo, circunstancia esta muy valorada erróneamente por la sociedad de aquél tiempo. Más tarde, el sorteo de los quintos, donde la palabra África estaba condenada. Los destinados al Sahara sabían que salvo raras circunstancias no volverían a la península hasta después de obtener la licencia. Recuerdo los tres meses de campamento donde recibíamos la instrucción, para después ser destinados a cualquiera de los cuarteles de nuestra geografía; y tú mientras tanto mujer torrecampeña esperando día a día las cartas de tu novio con la ilusión de que en alguna de ellas te anunciara el regreso con unos días de permiso. ¡Vamos! ¿No me digas que no te acuerdas?   
Cuando esto escribo es otoño y... ¿te acuerdas a lo que jugábamos en este tiempo cuando éramos niños? Para cada época teníamos un juego, así en los días antes y durante el Día de Todos los Santos nos íbamos a jugar a las eras del cementerio. Los chiquillos a maisa, al fútbol y a la peonza con aquél trompo de aguijón de metal, y las niñas a la comba y al diábolo. ¿Quién de nosotros no compró por ese tiempo un membrillo en el puesto de la plaza que estaba ubicado en la esquina de Correos y un puñado de castañas en algunos de los carros cerca del cementerio?
Tiempos aquellos otoñales cuando las casas se envolvían con el dulce y agradable aroma que emanaban los tomates triturados por la máquina de manivela antes de ser envasados en botellas de cristal. ¿Acaso a ti no te mandó nunca tu madre a la tienda de Bernardo o a la de Ana Maria a por corchos y polvos para la conserva del tomate?
Claro que te acuerdas, como recordarás también cuando tú como yo jugábamos en la calle a la pita y al palo, juego este más que peligroso por el riesgo que entrañaba el golpear con un palo largo a otro pequeño con las puntas afiladas y lanzarlo mientras más distante mejor. Tú que eras niña te dedicabas mientras tanto a jugar al corache en la calle con tus amigas al tiempo que tratarías de esquivar nuestros furibundos lanzamientos.
Seguro que recordarás también las majuletas con canute que vendían a últimos del verano en la plaza con una esportilla mientras paseábamos. ¿Quién no ha lanzado el hueso de la majuleta por el tubo de aquellas verdes cañas? ¿Acaso tú cuando eras niña no recibiste la caricia de uno de estos huesos?
¿Quién de los de nuestra edad no gritó en el cine desde el gallinero aquello de: ¡Que lo echen ya! ¿Acaso tú no silbabas cuando los protagonistas de la película se besaban, y gritabas aquello de: Picho, picho, picho? ¿Te acuerdas cuando a la salida del cine si la película era mala le decíamos a los que entraban a la segunda función que era un pisiaso o un lataso? Claro que recordarás todo esto.  
Ahora te pregunto a ti, a ti que eres ya abuela si no jugaste al correndero en tu calle y lanzaste al aire un cántaro mochado, o un botijo viejo a la que estaba a tu lado al grito lento de: Ay, ay, ay, iiiii...  ¿Verdad, que te cuerdas?   
 Supongo que a ti como a mi te gustaban leer los tebeos del Capitán Trueno, El Jabato, o Roberto Alcázar y Pedrín, mientras que los destinados a las niñas eran los llamados cuentos de hadas. La biblioteca de entonces era el quiosco de la plaza. ¿Acaso no fuiste a ese quiosco a cambiar alguna novela de Marcial Lafuente Estefanía, y tú como mujer alguna de Corin Tellado? ¿No fue allí en ese quiosco donde compramos aquél primer cigarro creyendo que con fumar éramos más mayores? ¿No eran de la marca Ideales?... Seguro que sí.  Recuerdos, recuerdos, recuerdos...
¡Qué tiempos aquellos! Alguien dijo que recordar es poder disfrutar de la vida dos veces. Hoy he querido poner a prueba tu memoria, y evocar una pequeña porción de añoranzas para vivir nuevamente escenas de aquél ayer. Otro día, si tú me lo solicitas, volveré de nuevo a recordar más retazos de aquella época que nos tocó vivir para poder revivirla contigo otra vez.


sábado, 27 de septiembre de 2014

LOS MOLESTOS VECINOS DEL ÁTICO

A mi compañero Silvestre, aquél que era el responsable en la oficina del negociado de cartera, llevaba sin verlo desde el día que me jubilé. Él, quedó ejerciendo su trabajo que ya no era el mismo que el que solía llevar cuando el banco era banco. Tiempo atrás quedó arrumbada aquella hermética caja metálica donde solía custodiar todas las letras que la sucursal día tras día debía de negociar. La caja repleta de pagarés quedaba depositada a diario en el armario metálico dentro de la cámara acorazada para preservarla de robos e incendios. No puedo recordarlo sin aquella caja gris cerca de él. Las últimas tecnologías y los cambios de la operatividad de los sistemas financieros habían dado al traste con la palabra efecto y protesto, y por tanto cuando yo me fui se encargaba de tramitar las solicitudes de préstamo.
Mi compañero se jubiló unos años después de que yo también lo hiciera. Silver, como cariñosamente le llamábamos después de recordarme pasajes y aventuras de nuestro batallar en el trabajo, me confesó  que últimamente no era del todo feliz. Me dijo que vivía en un edificio de diez alturas en una conocida y céntrica calle de Madrid y que el motivo de su preocupación no era otro que el comportamiento de los vecinos de la planta del ático los cuales les estaban haciendo la vida imposible, no sólo a él, sino a todos los integrantes del inmueble. Los molestos vecinos según me manifestó eran todos unos arrogantes que despreciaban a los demás porque decían pertenecer a una casta diferente más rica y emprendedora. A los vecinos del primero, la mayoría de ellos andaluces los catalogaban de vagos sin tener en cuenta de que eran estos los que efectuaban las reformas en los áticos; reformas algunas innecesarias que eran sufragadas con el dinero de todos contribuyendo con ello a aumentar la diferencia entre las diferentes viviendas del inmueble. Todos los presidentes de la comunidad año tras año habían transigido en todas y cada una de sus reivindicaciones con tal de silenciar sus despropósitos; así que derrama tras derrama eran pagadas a tocateja por todos y cada uno de los propietarios sin que ninguno rechistara.  
Mi amigo Silver me dijo también que ahora pretenden no pagar la comunidad y formar ellos otra ajena a la que rige los estatutos debidamente legalizados. Durante toda la vida la comunidad, me dice, ha sido demasiado condescendiente en todo para con ellos. Como anécdota me cuenta de que al término de cada reunión, allí, en la sala de reuniones, por tal de halagar a estos vecinos que tanto protestan, se ofrecía un vino espumoso y unas rodajas de una grasienta chacina de la que dice no recordar el nombre de cómo se la conoce, y también a la ancianas presentes  se les agasajaba con un vaso de leche mezclado con unos polvos extraños con sabor a chocolate, porque al parecer una parte de estos presuntuosos vecinos poseían factorías donde elaboran estos brebajes y comistrajos por los que sienten muy orgullosos e identificados ya que dicen formar esto parte de su idiosincrasia.   
Lo peor de todo según me contó Silver es que para mantener los molestos vecinos su estatus de ricos, la comunidad le avaló todas sus deudas, de ahí que ahora no sólo no quieren pagar la cuota que les pertenece, sino que encima deben los vecinos de afrontar con todas las obligaciones adquiridas por estos elementos caso de que formaran otra comunidad. Por otra parte me cuenta, y esto lo considero muy grave, que tiempo atrás siendo presidente uno de los del ático, se quedó con buena parte del dinero que era de todos. Interpuesta la demanda correspondiente por malversación de fondos lo sorprendente del caso es que la gran mayoría de los del ático lo siguen arropando y defendiendo, esgrimiendo de que se trata de un señor de avanzada edad muy honorable.
Mi compañero me dejó muy confuso con todo ello. Antes de despedirse de mí también me dijo que a pesar de pretender no pagar la cuota de comunidad que le corresponden, quieren seguir utilizando los servicios comunitarios además de los mancomunitarios de los que el edificio donde viven forma parte con otros bloques limítrofes.
Despido a mi imaginario compañero Silvestre y le digo adiós al tiempo que dejo de leer la prensa la cual ha tenido la culpa de que yo me invente hoy esta historia. ¿Será tal vez por alguna noticia parecida y aparecida en el periódico que acabo de leer?  No lo sé... los titulares solo hablan de un tal Pujol (leo Pujol con jota de Jaén)...faltaría Mas ¡Joder, con el honorable Jorge y la chusma de independentistas!    

                       

lunes, 22 de septiembre de 2014

LOS CONSEJOS DE UN ABUELO

Soy un viejo –me digo-. Me miro al espejo y veo mi rostro poblado de surcos sinuosos y torcidos, como si mi cara y sobre todo mi frente la hubiese arado un mal gañán. La mayoría de mis contados cabellos están pintados con la escarcha propia de los años, porque aquellos que ya no pasan por la criba de mi peine se fueron para siempre arrastrados como hojas secas por los vientos de tantos otoños vividos.
Me doy cuenta de que el tiempo pasa cuando aquél de mi edad que me servía a diario el café en la cafetería de costumbre se marchó un día para siempre, y aquél otro parroquiano que dejé de ver, como muchos de mi edad con quienes charlaba cuando se cruzaban conmigo en las calles de mi pueblo y que ya no me dirán adiós porque también se fueron.  
Pero yo no soy viejo aún; soy una persona que se va haciendo cada vez más mayor y que atiende por abuelo cuando pequeñas vocecitas así me llaman; son las voces candorosas e infantiles de mis nietos.
Hoy, quiero hablarles a estos pequeños retoños, y lo hago a través de un ordenador dibujando con las palabras mis sentimientos al mismo tiempo que quiero regalarles consejos que  son  los cosechados por mi experta paternidad aprendida con mis hijos, y naturalmente, la experiencia adquirida por los años que la vida me ha regalado.
Os quiero contar queridos nietos que la vida es solo un suspiro, y que cuando os queráis dar cuenta estaréis conjugando no el futuro sino el pasado de los verbos: <<Yo hubiera o hubiese hecho esto o aquello>>, me repito yo muchas veces, pero me doy cuenta de que nadie puede escapar de la senda que el destino a cada uno nos tiene reservado. No me arrepiento de ser como soy. Si volviera a nacer volvería a caminar por los mismos e intricados senderos por los que ha transcurrido mi vida, arrastrando con ello mis defectos y mis errores como también mis virtudes si es que tengo alguna.
Vuestra misión primordial en esta vida consistirá en ser todo lo felices que podáis. Si sois felices consigo mismos, la felicidad que os sobra podréis compartirla con otras personas a la que améis. Cuidaros mucho de aquellas que en vez de repartir felicidad van sembrando odio y rencor; el mundo está cuajado de ellas. Las llegareis a identificar a medida que irán cicatrizando en vosotros las heridas que os hagan. La experiencia es el mejor antídoto para preservaros de la mala gente. Aquí, en este mundo que se os ofrece, cuando comencéis a caminar por sí solos encontrareis vuestros cielos y vuestros infiernos. No os desaniméis ante la adversidad, pero cuando ello ocurra solicitar siempre el consejo de las personas en las que confiéis, por lo general las que os rodean y que os quieren.
Yo quisiera seguir aquí siempre y ser vuestro consejero y confidente y servir de puente entre vuestros padres y vosotros, sobre todo cuando lleguéis a esa etapa tan difícil de vuestra vida llamada pubertad tan llena de interrogantes donde el adolescente tiene la convicción de ser un incomprendido. Es, en ese período de vuestras vidas cuando deberéis de conducir vuestras conductas por los senderos rectos que os habrán enseñado vuestros padres. Si un árbol crece torcido y no se corrige a tiempo se desarrollará con el tronco inclinado para siempre. El saber escoger a vuestros amigos os evitará de muchos problemas. Esto es fundamental.
Sed honrados. La palabra honrado abarca un amplio espectro de virtudes, tales como: no engañar, no robar, no estafar ni tampoco mentir. Sed pues, buenas personas a pesar de que muchos a los buenos los califiquen de tontos; pensad que esos que se las dan de listos, son los que más cerca están de los sinvergüenzas.
Respetad siempre a vuestros mayores; en ellos reposa y se apacienta la sensatez. Y si ellos no han estudiado y no están a vuestra altura en conocimientos, pensad que tal vez fue porque no pudieron, y no porque no quisieron. No os riáis de su ignorancia, pues sin estudiar, ellos, poseen el poso que la universidad de la vida les ha enseñado y a veces el significado de una frase pronunciada por estas personas mayores encierra tanta o más racionalidad que la expresada por cualquier filósofo. 
Amad a la Naturaleza. Éste además de ser otro consejo es un deber, el de cuidar a nuestro planeta Tierra el cual os dejamos herido por los abusos efectuados por los de mi generación; a vosotros os toca paliar el daño que hemos causado.
Por último sabed queridos nietos que os lego el amor a un pueblo llamado Torredelcampo, el pueblo donde nació vuestro abuelo y en el que os anuncio que viviré para siempre cuando yo me muera. 
Estos son los consejos de vuestro abuelo Antero.
Besos. Os quiero.


domingo, 7 de septiembre de 2014

ADIÓS AL VERANO



Faltan pocos días para de nuevo decir adiós a otro verano más. Ya no se oye por las calles el ruido de las ruedas de las maletas; de esas maletas arrastradas por un asa a las que hemos dado en llamar utilizando el anglicismo: troler; ahora, reposarán un año más en lo alto de los armarios o en cualquier hueco de la casa hasta el año que viene, pues se acabaron las vacaciones.
En agosto, aquí en Madrid, cogen vacaciones hasta los carteristas. Pasear por el centro de la ciudad ha sido una gozada, y si lo hacías a primeras horas de un sábado del mes de agosto os aseguro que para aquellos que buscamos la tranquilidad, el sosiego se transformaba en recelo al contemplar céntricas calles casi desiertas de gentes y coches.
Ya en septiembre otra vez Madrid ha vuelto de nuevo al ajetreo cotidiano, a las prisas, a los atascos. Echaba en falta los autobuses de transporte escolar, y a los colegiales. Ahora, a estos, los veo caminar de nuevo en busca de los colegios arrastrando sus otros troler cargados de libros y material didáctico. Ya ha comenzado un nuevo curso y  muchos de estos escolares observo que van con cara de disgusto porque tal vez sus padres les hayan contagiado eso que ahora le llaman el síndrome post-vacacional.
En nuestro pueblo también pasará lo mismo aunque en menor medida. Aquellos que como yo añoran su tierra y que periódicamente disfrutan de cortas o largas estancias en Torredelcampo, estos, habrán dejado de pasear por sus calles y habrán vuelto de nuevo a sus cuarteles de invierno para echar de menos no cabe duda el dulce gozo de sentarse en algunas de las terrazas de nuestros bares disfrutando del fresquito de la noche con unas servesillas y unas buenas tapas los días que había suerte y se encontraba una mesa libre.
También habrán regresado aquellos que se fueron a la playa, como aquí también han vuelto. Ellos, y en mayor medida, ellas, se distinguen por su color de piel; por ese bronceado-gratinado que han ido adquiriendo muy lentamente fuera de las sombrillas playeras. El lucir este moreno de piel, hoy, es un signo de distinción que contrasta con la blancura de los que no han podido o no han querido –me inclino por los primeros- tostarse bajo el sol.   
Tiempos aquellos en los que las mujeres tenían que esconder el moreno; aquél moreno de rastrojo fruto de espigar detrás de los segadores, o el obtenido en la era, y no digamos del bronceado que adquirían arrancando matalauga. En aquellos tiempos de mi niñez la blancura en el rostro de la mujer significaba el pertenecer a un estatus social más aseñorado, y por el contrario tener la piel quemada por el sol era sinónimo de hacer vida en un cortijo y el de pertenecer a las clases más económicamente débiles.  No quiero que nadie me confunda y crea que añoro penurias pasadas, pero aquellos y aquellas de mi generación que pasaron por esto y que hoy pueden disfrutar de unos días de playa, -por cierto muy merecidos-, les digo que no sientan vergüenza por aquello que sufrimos. Muy al contrario deben de sentirse orgullosos, pues gracias a ellos y a ellas y a todos los de nuestra generación se consiguió el bienestar social que estamos disfrutando y que nadie nos regaló. Es más, les sugiero que se lo cuenten a sus nietos para que sus descendientes sepan lo que pasamos, y que utilicen para ello si quieren un dicho muy torrecampeño que dice: los dineros no vienen por la chimenea abajo.
En fin, que el verano se nos va otro año más y otra vez en este tiempo seguimos mirando al cielo esperando ver nubes negras que rieguen los sedientos campos torrecampeños, pues hasta aquí me llegan los lamentos de los olivares pidiendo agua deseosos todos de empaparse con la lluvia y con ella decirle adiós al verano. Sus sollozos creo percibirlos hasta en la vorágine de los atascos.    

                                                 

miércoles, 23 de julio de 2014

DE CÓMO NOS BAÑÁBAMOS



Ya está aquí el calor otro año más. Se ha resistido un poco pero al final ya están aquí los alcaparrones sirviendo de tapa en nuestras mesas y en las terrazas de nuestro pueblo. Los alcaparrones, el ponche de melocotón y los helados del “Chache” eran por aquellos tiempos tres exquisiteces muy propias del verano y sobre todo en la feria.
Todos los torrecampeños estábamos deseosos de que llegase la feria por muchas razones que ya he contado en otras entradas en este blog, pero rebobinando la cámara de mis recuerdos había una cosa a la que todos los chiquillos le teníamos verdadero pavor y es cuando llegaba la hora del baño. Para situar a algunos en el tiempo les diré que he trasladado los recuerdos que voy a relatar a cuando yo tenía seis o siete años, es decir sesenta años atrás.
Nuestros primeros baños recuerdo que nuestras madres nos metían en una palangana con agua traída de la fuente más cercana, y se ensañaban con nosotros restregándonos un estropajo que no era otra cosa que restos de una soga untada con jabón hecho con sosa y aceite usado de mil frituras, y nos refregaban con ello la piel por todas las zonas corporales hasta pasar del color blanco al rosado de forma inmediata por donde aquella áspera esponja como si fuese lija nos acariciaba. Era un calvario.
Pasados los años cuando éramos un poco más mayores buscábamos las albercas para bañarnos. Así recuerdo aquellas albercas que servían para regar las hortalizas situadas a las afueras de nuestro pueblo y otras más lejanas que no quiero identificar por aquello de no tener que utilizar apodo alguno. Por las siestas, cuando el hortelano descansaba, nosotros los chiquillos de mi grupo íbamos a zambullirnos en aquellas balsas donde nos sumergíamos atentos siempre a que el dueño se pudiera presentar en cualquier momento. Normalmente el agua de aquellas albercas nos rebasaba en altura a todos, así que teníamos que hacerlo con mucho cuidado cogidos al pretil. Nos bañábamos totalmente desnudos, es decir en bolas, por lo que algunos ya presumían o presumíamos de ciertas destacadas dotes que por lo general quedaban menguadas de inmediato al contacto con la frialdad del agua. Un día, de forma inesperada se presentó el hortelano y se quedó con la ropa de dos de mis compañeros bañistas; todos salimos corriendo en tropel con la ropa en nuestras manos menos estos que para no entrar en el pueblo desnudos se ocultaron en una zanja lejos de las iras del furibundo dueño de la alberca hasta que avisamos a sus madres. El hortelano aquél era un hombre muy avispado y muy adelantado por cierto en el merchandising y en los negocios ya que más tarde nos cobraba dos reales por cada baño.             
Así eran aquellos nuestros baños en mi niñez puesto que en las casas no había agua corriente. Pasado el tiempo una vez que quedó instalado este bien primordial con el rechazo de buena parte de los mayores, ya que para ellos el agua corriente servia solo para presumir ante los demás vecinos, llegaron las duchas a las casas. Estas personas mayores al final doblegaron y sucumbieron ante el avance del progreso, pero se negaron muchos a instalar duchas ya que decían que este invento no traería nada bueno. Y así fue como de aquellos baños en las albercas pasamos al de las duchas.
Más tarde, recuerdo la piscina de la calle Quebradizas, donde al principio y no quiero estar equivocado, existían dos turnos para el baño, el de las mujeres y el de los hombres.
No digo de irse de veraneo nadie y bañarse en la playa porque entonces la playa más cercana estaba a dos o tres horas más lejos que ahora, por aquello de las vías de comunicación existentes antes comparadas con las actuales, y naturalmente porque el veraneo para la mayor parte de los de mi generación eran los trabajos propios de la parva en la era.  
¡Qué tiempos!  Aquellos veranos de guapas mujeres luciendo vestidos estampados de amplios vuelos con moñas en el pelo cuando llegaba la feria, nuestra feria de entonces donde se presumía una sola vez al año del refrescante placer de beber cerveza porque para eso estábamos en fiestas. Cerveza servida en velador y bajo palio.   
Bajo palio la tomaré este año también en la Feria de Día. Que la vayan enfriando.  

viernes, 18 de julio de 2014

ESTAMPAS MADRILEÑAS ACTUALES


Una bocanada de aire fresco me acaricia al salir de casa. La dulce música que produce el agua de la fuente de piedra hexagonal que anida bajo mi balcón me da los buenos días con sus refrescantes y cantarines sonidos. La fuente, construida por artesanos picapedreros de aquellos de antaño de martillo y cincel, la hemos visto más de una vez en películas en blanco y negro donde de seguro bebieron en ella actores y directores de renombrada fama que la llevaron un día al celuloide. Sus murmullos en las noches calurosas de verano teniendo el balcón abierto decrece mi falta de sueño, y la vigilia da paso a un profundo sopor estimulado por tan relajantes sonidos.
Como todas las mañanas estoy deseoso de leer el periódico y tomar el primer café. En la acera un joven de rodillas casi a gritos pide limosna para un bocadillo entonando para ello un peculiar angustioso y cansino soniquete que martillea mi cerebro hasta horas después. Hay días que no quiero que el café me sepa más amargo –aunque casi nunca le echo azúcar- y le dejo algo en el cestillo. Algunos, me dijeron que este individuo pertenece a un clan de pedigüeños. No lo sé, habrá quienes hagan negocio con el limosneo, pero estoy seguro de que este pobre indigente no tendrá ninguna cuenta en Gibraltar o en las Caimán.
Después del café me encamino hasta el supermercado. A veces, o mejor dicho casi todos los días hago los “mandaos” que me ordena mi mujer. Me viene bien esto, tanto es así que procuro que se me olvide algo para así tener que volver otra vez. En la puerta del establecimiento un africano, -no digo de color porque todos tenemos una tonalidad en nuestra piel, ni tampoco quiero emplear la palabra negro por aquello de que muchos me tachen de racista- vende La Farola muy atento a la puerta para prestar cualquier ayuda y ganarse una propina.
Más tarde cojo el metro. Antes de entrar, un gitano casi seguro con domicilio en La Cañada Real, me ofrece una bolsa de ajos por un euro. Mientras vocea la mercancía mira a la gitana distante de él que desde su atalaya le alertará de la llegada de la policía para salir huyendo. 
Pasadas algunas estaciones un joven solicita la atención de los viajeros. Cuenta que está sin trabajo, tiene dos hijos, uno de ellos enfermo. Su mujer padece una enfermedad incurable, y pide que se le socorra con unas monedas para poder comprar algo tan básico como una barra de pan. La mayoría de los del vagón dirigen la mirada al suelo cuando el pobre desgraciado pasa un taleguillo. Una guiri –no uso esta palabra de forma despectiva- que acaricia una maleta entre los pies con la colgadura del código de barras y letras del destino colocadas en la recepción de equipajes del aeropuerto de embarque, mira extrañada, saca su monedero y le da una ayuda.
Dos estaciones más adelante entra en el vagón una mujer con rasgos y atuendos transilvanos solicitando a voces la atención de todos. Pide una limosna en un español aprendido en un cartón para ayudar a su familia. La turista extranjera parece muy sorprendida pero nuevamente se le ablanda el corazón y contribuye al socorro de la desamparada. ¡Que estará pensando de nuestro país! Me pregunto. La indigente le obsequia con un paquete de pañuelos de papel que la extranjera rechaza.
Salgo a la calle. El soberbio edificio de la AET, la Agencia Tributaria donde tú yo y aquél, menos aquellos que todos sabemos contribuimos a su sostenimiento, me saluda. Me encamino por una travesía cercana al regio edificio poblada de acacias que dan sombra a los que deambulamos por ella. Unos gorrillas discuten entre ellos. Según me voy acercando al grupo todos ellos negros de tez casi azulada rodean a otro que por lo que parece trata de hacerle competencia en el negocio del aparcamiento. El macho dominante de la manada le da voces y le amenaza agitando el dedo índice de su mano de un lado para otro. El infeliz no dice nada, tiene agachada la cabeza mientras que los demás también le conminan. Seguro estoy que este pobre desdichado aún tiene el salitre de la brisa del Estrecho pegada en su piel, o las heridas lacerantes y sangrantes de la alambrada de la valla en sus manos. Los dejo discutiendo.
Llego a mi destino. En el hall de la clínica donde me realizarán unas prueba médicas unas señoras muy emperifolladas sentadas ante una mesa petitoria de no sé qué ONG me invitan a que me acerque y contribuya con su causa. ¡Que España! Todo el mundo pidiendo. Recuerdo aquellos años de la posguerra donde para pedir había que enseñar el muñón de un brazo o de una pierna, porque por haber había muchos más muñones, los del alma por tantas heridas sufridas en aquella guerra, pero estos estaban prohibidos enseñarlos y menos revelarlos. Recuerdo a aquellos desgraciados cuando llegaban a nuestro pueblo contando crímenes y sucesos dantescos que leían de un impreso de colores que luego vendían a real o a perra gorda.    
De regreso a mi casa utilizo de nuevo el metro donde al poco, en el vagón, un grupo musical de nariz afilada y curva, de ojos achinados y tez oscura, allende del Machu Picchu interpretan muy acertadamente con flauta andina y otros instrumentos musicales, Los sonidos del silencio. Después interpretan El condor pasa, que no se si pasa, o pasó, porque lo único que vi pasar es el platillo y observo que casi todo el mundo en esta ocasión contribuye. Algunos hasta les aplauden.
Antes de subir a casa abro mi buzón y me encuentro el recibo de la contribución de mi vivienda. Otros pidiendo me digo, aunque estos lo hacen de forma muy educada. Te dan un plazo para hacerlo, y si no lo haces te penalizan, y no sé por cuantas cosas más te pueden llegar a empapelar si no pagas.
Pedir... pedir... pedir... Busco sinónimos en el diccionario para esta palabra y encuentro todos estos: solicitar, requerir, demandar, pretender, exigir, reivindicar, reclamar, suplicar, implorar, rogar, rezar, postular, mendigar, pordiosear, y algunos más.  Entre todos ellos escojo el de rezar. Si, porque quiero rezar para que escenas como estas vividas por mí lleguen a desaparecer  y no veamos en el metro, o en nuestras calles y plazas a gentes así como las que he descrito, pero por ahora como dice Serrat en una de sus canciones: Que mientras estamos hablando, más y más pobres siguen llegando.   
Disculpe el señor, es el título de esta canción. Pues eso, a mi entender deberían de pedirnos disculpas los culpables de haber llegado a la situación de la España actual. Pero no lo hacen, ni lo harán, porque no sirven para pedir, con lo barato que resulta pedir, en este caso... pedir perdón.


martes, 6 de mayo de 2014

SOY DEL CAMPO




SOY DEL CAMPO

    A cualquier hombre del campo, y en especial a aquellos que se fueron.

Soy del campo, soy de un pueblo, soy arado que no ara,
soy, de Torredelcampo,  pueblo de mil besanas,
de gentes que la camisa escurren, después de cada jornada,
soy, de un pueblo trabajador, sus credenciales me amparan,  
torrecampeño es mi título, y quien lo firma, Santa Ana.

Soy del campo, soy de pueblo, soy viento aceitunero,
viento de sierra y espliego, de verde olivar y de espigas añoradas,
pueblo blanco, pueblo mío, pueblo  de parvas olvidadas,
soy, aceituna en diciembre cuando la cubre la escarcha,
y tallo de romero en mayo, en el trono de mi santa.

Soy del campo, soy labriego, nunca trovador ni poeta,
si  mudos sentimientos  expreso, en un papel con mi letra,
es pasión de un torrecampeño que vive lejos, en otra tierra,
soy, arrogante jornalero de camisa de lienzo en brega,
que con albarcas y alpargatas, hizo caminos y veredas

Soy del campo, soy romero, hoy, todos los son en mi tierra,
las yuntas vagan en las cuadras, y las azadas también huelgan,
y el olivar se cubre de silencios, porque el monte está de fiesta,
monte que huele a pino, a tomillo, a mastranzos y alhucema,
procesión hay en el cerro, procesión hay en la sierra.

Soy del campo, soy de un pueblo, y una ermita se venera,
en un camino empinado, empedrado de lunas viejas,
hay suspiros en sus recodos, y ansias por llegar a verlas,
a las que con su sagrado manto, desde lejos por mí velan,
Santa Ana y la Virgen Niña, la madre de Dios, y la abuela.

Soy del campo, soy de un pueblo, soy arado que no ara,
soy, de Torredelcampo,  pueblo de mil besanas,
de gentes que la camisa escurren, después de cada jornada,
soy, de un pueblo trabajador, sus credenciales me amparan,  
torrecampeño es mi título, y quien lo firma, Santa Ana.

                                                             Antero Villar Rosa.
                        Escrito: el primer domingo de mayo de 2014 distante, y durante la romería.



jueves, 10 de abril de 2014

LA ENCICLOPEDIA ÁLVAREZ





Muchos de mis libros por problemas de espacio descansan acostados en pequeños montones en las estanterías de modo que cuando quiero escoger uno, en mi desesperación por encontrarlo los demás pierden la simetría y el orden que a mi me agrada que guarden. Me gustan que reposen unos encima de otros y no de pié, pues así sus personajes, aquellos que habitan dentro de sus páginas, presumo, que descansaran durmiendo hasta que de vez en cuando, como ahora, al querer encontrar un determinado título llego por este motivo a espabilar a todos los protagonistas de cada una de las historias que anidan entre sus páginas. Mi nieto cuando quiere que le lea un cuento, antes de ello, con sus frágiles nudillos golpea tres veces la portada del libro, dice, para que se despierten los animales del bosque, los gnomos y todos los personajes de la historia que quiera que le lea. Esto lo ha aprendido en el colegio, y eso me gusta ya que la fantasía debe florecer y progresar mientras la inocencia dure, al tiempo que el amor a la lectura se va fortaleciendo.  
         Hoy, al querer encontrar una obra que andaba buscando, rodó sin querer una copia del primer libro que siendo niño tuve en mis manos, nada más y nada menos que la Enciclopedia Álvarez, el libro que me ayudó en la escuela a adquirir los conocimientos básicos que se impartían en aquella época.  Recuerdo que mis hijas me hicieron este regalo hace años un día del padre, ¡qué buen regalo! Este libro al que he vuelto a hojear me ha servido una vez más para avivar recuerdos de mi escuela, de mis compañeros de colegio, de mis maestros, entre ellos al que recordé en una entrada en este blog, llamado don Jacinto, y que hoy quiero hacer extensivo mis recuerdos a otros más como: don Enrique, don Vicente, y don Gaspar, sin olvidarme de don José Rama. Decía en mi anterior que don Jacinto me hizo amar el colegio, pero me faltó decir que don José Rama fue uno de los mejores transmisores de la enseñanza que yo tuve. Lo hizo utilizando una sola herramienta para inculcar la pedagogía: la Enciclopedia Álvarez.
         Con este libro de texto clasificado en: primero, segundo y tercer grado, recibimos la enseñanza todos los de mi generación. Era el libro que heredábamos de nuestros hermanos mayores y que esperábamos con impaciencia a que nos llegara el turno a los más pequeños. Con él se educarían en mis tiempos personajes que llegarían a triunfar en todos los campos de nuestra sociedad tanto en el plano cultural, científico, económico o en cualquiera de las ramas que hubiesen enfocado su carrera, y me atrevo a decir de que muchos de ellos, aún nos seguirán aportando a pesar de su edad la sabiduría y la experiencia adquirida por el paso de los años.
         La Enciclopedia Álvarez, dirán algunos que magnificaba los valores políticos de la época, además de ensalzar los patrióticos y religiosos, pero yo no quiero entrar en este terreno tan escabroso que los tiempos y los que mandan en cada tiempo se sirven de alterar trastocar y confundir a sus conveniencias. Pero lo que nunca podrán cambiar serán los resultados de los problemas aritméticos, ni tampoco poner en duda que los romanos estuvieron en España, ni que el verbo es parte de la oración, ni que el río Guadalquivir desemboca en el Atlántico. No, nada de esto podrán cambiar, tan solo aquello que les conviene a los que dictan las leyes en cada momento. Luego, con el paso del tiempo vendrán otros que alteraran, con, o sin razón, los acontecimientos escritos, pero aunque sea repetitivo nunca podrán modificar el producto de los problemas como este que he escogido al azar de la Enciclopedia Alvarez:
         Has comprado un libro de 18 pesetas; una pelota de 7 y un abrigo de 385 ¿Cuántas pesetas has gastado?  
         Fácil verdad. Naturalmente que hoy al cabo de más de sesenta años este problema que a más de uno se nos atragantaría en su día me ha planteado una nueva incógnita que he resuelto rápidamente, y es que este ejercicio aritmético me ha hecho descubrir el por qué mi padre no llegó nunca a tener abrigo, pues ganaba 15 pesetas (tres duros) de jornal, y el abrigo costaba 385 pesetas, ni tampoco yo pelota si esta costaba siete.
         Las lecciones de la Enciclopedia Álvarez había que memorizarlas, y desgranar todas sus palabras de carrerilla cuando el maestro preguntaba. Era así como se estudiaba entonces, ejercitando la memoria, si se comprendía o no el contenido de la lección eso era indiferente.
         En mis tiempos no había leyes educativas como la ESO o la tan famosa y cacareada LOMSE, ni íbamos a la escuela arrastrando un carrito para llevar tantos libros como los niños de hoy; llevábamos nuestra Enciclopedia Álvarez, nuestro cuaderno de Rubio, la pluma de palillero, la pizarra y el pizarrín para escribir en ella y un lápiz de madera de cedro que emanaba un olor muy peculiar, como la tinta de aquellos tinteros incrustados en el pupitre donde mojábamos la pluma de metal para el dictado. Aún guardo aquellos olores de mi escuela de antaño. La Enciclopedia Álvarez ha destapado hoy cuando esto escribo, el frasco de tan buenas esencias que aún conservo.  
        


sábado, 15 de marzo de 2014

LA PRIMAVERA, LAS GOLONDRINAS Y OTROS PÁJAROS.

El viento frío del invierno se va lentamente empujado por aquellos otros mas templados. La suave brisa de los atardeceres pregona la nueva estación entrante de la primavera abrazando a mi pueblo con el agradable aroma a campo, a hierba segada, a tierra arada, incluso me parece percibir a veces la agria esencia que desprende la leña de olivo recién podada. En este tiempo, a la hora en la que el astro rey se despide del día, los olivares se envuelven entre sombras mientras que el humo de los chiscos ya agonizantes por la quema del ramón se derraman por las cañadas vistiendo los atardeceres al campo con un espeso halo de misterio.     
Atrás se ha quedado este lluvioso y crudo invierno de aguaceros, de brumas “meonas”, de fatigas y batallas aceituneras entre el barro. Pero volverá otro año más; dicen los expertos que con más virulencia aún, todo al parecer, como consecuencia entre otras cosas del calentamiento global del planeta.
Nada es como antes. Hecho de menos aquellas borrascas que anunciaba Mariano Medina con el puntero en la televisión, que duraban meses. Entonces el agua caía del cielo mansamente como la de una regadera, y así, la tierra, cual si fuese una esponja la iba empapando lentamente sin escupirla. Ahora ocurre que rápidamente se desliza por su superficie formando arroyuelos que arrastran la tierra de labor, y estos a su vez se convierten en profundos torrentes que remolcan todo a su paso hasta encontrar el arroyo, originando por ello grandes destrozos en los olivares mientras que el paisaje se va transformando con profundas cicatrices que no son otras que las hendeduras de los aluviones. Algo debe de estar pasando que no llego a entender, pero de lo que si estoy convencido es de que la mano del hombre está por medio. Ahora, a algunas borrascas la llaman ciclogénesis explosivas, y así, entre isobaras, bajas presiones, frente cálido, frente frío, y tantos anticiclones situados siempre por las Azores, estoy deseando este año que vuelvan cuanto antes las oscuras golondrinas de Bécquer.
Sí, estoy deseando volver a oír otro año más los trinos de las golondrinas, esos gorjeos dulces y alegres que nos anuncian la primavera. Aquí, en mi lugar de residencia madrileña ya llevo varias semanas oyendo la bella flauta del mirlo que año tras año fiel a su cita en un parquecillo cercano me tiene acostumbrado, de modo que su bella sinfonía me alegra el despertar y llegado el atardecer también acostumbra a despedirse con sus alegres canturreos.      
Me imagino que el campo de nuestro pueblo en estos días cara a la primavera el sonido más característico será el de los millares de chamarines o verderones que pueblan nuestros olivares alegrando nuestros campos con sus dulces sonidos, nada comparado con los graznidos tan desagradables que producen los estorninos, esos pájaros negros que tanto proliferan en nuestro pueblo que se reúnen en grupos formando bandadas y que pululan por nuestros tejados silbando de forma descarada soltando deposiciones tan negras como las aceitunas que embuchan y que para más detalles son extremadamente corrosivas. Pájaros negros, pájaros de mal agüero que diezman nuestros olivares y para colmo nos salpican con sus excrementos.
La vida cotidiana también está llena de pájaros, de otros pájaros de rapiña que los medios de comunicación difunden a diario. Al principio esto llegó a ser noticia, pero hoy lamentablemente nos hemos acostumbrado a los graznidos diarios de estos buitres carroñeros, que todos, absolutamente todos antes de ser encerrados en sus jaulas dicen ser pajarillos inocentes. De lo que sí estoy seguro es que salvo rara avis, estos “pájaros” que entrecomillo son todas especies protegidas.
Por eso quiero desdeñar a tantas aves carroñeras y quedarme con las golondrinas, las de las azuladas plumas que como siempre en primavera y hasta el otoño, estarán entre nosotros revoloteando por entre los atrojes, entre las cajas de medir fanegas, como dice la letra de la canción de Manolo García: Rosa de Alejandria.
Y es que la primavera está al caer, pues veo en los jardines las flores rosadas de los melocotoneros, los rosales apuntando nuevos y tiernos retallos y en los arriates los lirios ya encendidos. Cualquier día veré de nuevo a las oscuras golondrinas. No tardarán en llegar.


viernes, 14 de febrero de 2014

LA NOCHE DE LOS CHISCOS


        Al poco del atardecer, cuando la pobre luz del sol de invierno se apaga y el frío envuelve a mi pueblo con las gélidas sábanas de enero, llegado la noche de San Antón las lumbres iluminan las calles con el fuego de las hogueras. Es esta una vieja tradición ancestral donde el fuego protagonista en la noche llega a convertirse en un rito mágico. Remontándonos en la noche de los tiempos esta celebración estoy por asegurar que tendría tendencias y tintes paganos en la creencia que con la quema en la hoguera de utensilios y enseres inservibles esta práctica servia para ahuyentar a los malos espíritus y proteger a los participantes de las enfermedades y de los malos augurios, aunque esta ceremonia tendría también como sigue teniendo hoy un claro denominador común, que es, el de servir de lazo de unión entre los vecinos.
Las luminarias de las hogueras de ahora en la noche previa al día de San Antón no relumbran como las de mis tiempos debido al grado de luminosidad en nuestras calles pues antes estaban alumbradas con unas pobres mortecinas bombillas, por eso aquellos chiscos de entonces refulgían con más resplandor proyectando las sombras de los participantes sobre los muros de las casas de una forma más espectral si cabe, y en el crepitar del fuego las pavesas encendidas se veían alzarse buscando el cielo en la noche confundiéndose  las chispas con el estrellado rutilante que pendía de la bóveda celeste.
Aquellas gentes de mis tiempos participábamos también de este ritual de los chiscos, pero lo hacíamos con muchas carencias entre la que destaco la falta de materia prima, es decir la leña. La leña era en todas las casas un elemento imprescindible que servía no sólo para calentarse alrededor de la lumbre sino para cocinar, -para aviar que decimos los torrecampeños- y naturalmente era un bien muy preciado que no podía ser derrochado de ahí que los chiquillos éramos los que nos encargábamos de la logística y del aprovisionamiento yendo hasta los olivares más próximos a por raíces de olivo y tallos de los que se amontonan durante la recolección de la aceituna, y no sólo de esto, sino que de las almazaras al descuido de los molineros birlábamos todos los ronderos que podíamos hasta el lugar de la fogata. A veces, también eran pasto de las llamas los que servían para limpiarse el barro del calzado y que en el portal de cada casa había uno a modo de felpudo. Nos lo llevábamos a hurtadillas, con el agravante de que si nos descubrían la paliza estaba asegurada, bien por el propietario o por nuestros padres si los perjudicados se chivaban.
Recuerdo que algunos vecinos generosos contribuían con alguna leña, pero lo más común era echar al fuego también algún trasto viejo como espuertas, capachos, sillas y algún que otro utensilio ya amortizado por el paso del tiempo, como aquellos castillejos que quedaron en desuso que servían para sostener de pie a los niños de muy corta edad. A propósito de estos castillejos que fueros desbancados por otros a los que en nuestro pueblo lo conocimos como taca-tá, he de añadir que en casa de mis padres teníamos uno que estaba siempre rodando prestado por las casas del vecindario así como las de algunos familiares y conocidos y que al final murió en la hoguera.  Con relación al castillejo quiero señalar porque estoy seguro que lo que voy a relatar a más de uno le sorprenderá, y es  que algunas madres que tenían una plebe y que por lo general estaban muy atareadas atendiendo a las labores del hogar, para que el niño dejase de llorar y se durmiera era costumbre mojarle el chupete una y otra vez en una infusión de cápsulas globulares  de adormideras,  así el niño quedaba casi al instante más que durmiendo, yo presumo que caía en un profundo sopor casi anestésico dentro del castillejo lo que permitía a la madre salir a hacer la compra o ir a lavar la ropa al arroyo sabiendo que la criatura tardaba en despertarse. Naturalmente esta práctica no generalizada pero si muy arraigada, era producto de la ignorancia puesto que no llegaban a sospechar el peligro que esta planta opiácea encerraba.
Pero volviendo a los chiscos de aquél ayer no quiero dejar en el tintero una tradición olvidada como la de los correnderos a los que ya dediqué una entrada en este blog, y es que alrededor del fuego las mujeres cantaban cogidas de la mano entonando soniquetes distintos en cada una de las coplas; algunas de ellas encerraban mensajes dirigidos al que rondaba. El chisco olía a tea, a ramón de olivo y al alpechín de los ronderos quemados mientras que el humo como un manto blanco se paseaba entre las tintineantes pobres y contadas luces de las embarrizadas calles.
Ahora, en la noche previa al día de San Antón, “la noche de los chiscos,” el aire arrastra el agradable y apetitoso olor que desprenden el gotear de las parrillas en las ascuas las esencias de las ricas viandas al asarse como: los chorizos, las morcillas y las chuletas. Todo un mundo de sabor a pueblo regado todo ello con vino y otros licores que quitan el frío y ponen a tono a los participantes que ya se ensayaban cuando estuve allí aquella noche para al poco tiempo también participar en “la noche de las migas”.
Así es mi pueblo. Un pueblo acogedor y divertido. Si no lo conoces ve a visitarlo, te encantará. Vayas cuando vayas, la fiesta está garantizada.
Perdón, se me olvidaba, se llama: Torredelcampo, pueblo olivarero de la provincia de Jaén, que si bueno es su aceite, mejor son sus gentes. Si lo buscas, búscalo con el nombre y el apellido todo junto, nada de separado, así lo han declarado hace unos días de forma oficiosa. Tal vez sea porque “se  parado” tiene un significado retorcido en estos tiempos de tanto paro, y es por lo que supongo que “todo junto” se escribe separado y “separado” todo junto.  No lo entiendo, como sabéis no soy hombre de letras.

         

sábado, 1 de febrero de 2014

SECRETO INCONFESABLE


Habrá quienes me consideren un hombre serio y cabal, además de familiar, hogareño, y no sé cuantas virtudes más que me he ganado por mi recto proceder a lo largo de mi dilata vida, pero hete aquí que nadie es perfecto, y yo, no iba a ser una excepción. 
Yo, al igual que el resto de los mortales tenemos siempre algo que esconder en nuestras vidas que tratamos de ocultar a toda costa. Hasta la gente más cristalina que nos rodea puede guardar un enigma inconfesable. A veces, me pregunto, qué es lo que nos arrastra a esconder ante los ojos de los demás aquello que consideramos un secreto que a toda costa ocultamos, para que ni oídos ni ojos ajenos puedan adentrarse en nuestras vidas privadas y logren por ello inmiscuirse de algún modo en aquello tan sagrado como es nuestra parcela de libertad, el mayor tesoro de todo ser humano. Debo confesar que mi secreto, el cual desvelaré más adelante, ha ejercido siempre en mí mientras ha permanecido oculto una evidente fascinación. Pero aunque tratemos de esconder nuestros secretos protegidos con tupidos y espesos velos de terciopelo, o guarecidos bajo los goznes de siete cámaras acorazadas, siempre llega el día fatídico que salen a la luz, y es entonces cuando descubren como hoy es mi caso aquello que durante mucho tiempo he querido preservar. Se trata de mi infidelidad. Sí amigos míos, la infidelidad; este es un vicio muy arraigado en mí desde mi más temprana edad que creció conmigo alimentado por las llamaradas pasionales de la pubertad, y aquello que creí desde el principio que seria un romance pasajero, se transformó en un idilio que persevera en mí con el mismo frenesí y erotismo si cabe que aquella que fue la primera vez.   
A lo largo de todo el tiempo he sabido mantener mi secreto contando con la seguridad que mi cautela me aconsejaba, siempre midiendo en todo momento mis pasos, procurando ser discreto y comedido amparado en la tranquilidad total de que la otra parte nunca llegaría a revelar nuestro idilio, pero yo, y no la “otra”, por culpa de un desliz fortuito motivado por mi pasión por la escritura ha originado un conflicto entre consortes,  todo, porque he dejado mi diario abierto en canal en mi mesa de escritorio, y esto último que estaba escribiendo en él,  es lo que ha producido el desenlace:
        

Esta vez, como casi siempre que voy al pueblo ardo en deseos de volverla a ver. Es algo que no puedo evitar. Estando allí la pasión me arrastra hasta estar a su lado. Ella, es unos años más joven que yo. Nació recién inaugurada mi pubertad. Otras de su edad lo hicieron al mismo tiempo, pero la exuberante lozanía y belleza de mi amada destacaba entre las demás consiguiendo que su hermosura llegara a cautivarme. Hoy he ido a verla de nuevo; vive un poco alejada del pueblo, así quedó establecido entre ambos desde el principio para que nuestro idilio pasase inadvertido ante los ojos de los demás, de modo y manera que nuestros apasionados encuentros fuesen lo más discretos posibles. Despeinada como la he visto esta vez, no por ello este hecho insignificante para mí le restaba belleza. Ella, coqueta donde las haya me lo ha hecho ver; para tranquilizarla le he dicho que le mandaré al mejor peluquero del pueblo para que le corte y le arregle ese largo pelo que con el viento se le desmelena. Desnuda y recién duchada por la regadera de este lluvioso y frío enero me ha parecido que los años no llegan a pasar por ella, de tal manera que me ha llegado a confesar que si la cuido como hasta ahora logrará permanecer siempre fecunda para darme cada año más y más renuevos, porque es su deseo retrasar a toda costa la etapa depresiva de la menopausia. Le he recordado cuando éramos jóvenes aquellas siestas al aire libre cuando cansado dormía junto a su tronco viendo como los pulgones le hacían cosquillas en su continuo y rápido ascender y descender por su vertical y erecto cuerpo. Hemos recordado también tiempos felices y me ha reprochado que no se acostumbra a que personas en las que confío la cuiden. Ella está habituada a mis caricias, a mis mimos y hasta a mis susurros, y le cuesta admitir...

        El teléfono interrumpió la escritura y allí quedó mi diario encima de la mesa del escritorio hasta después de hacer un recado urgente en la calle. A mi regreso mi mujer me esperaba. Su cara reflejaba el disgusto originado por su indiscreción. Después del << ¿quién es ella?>> y otras retahílas que no llegué a entender, anduve confuso hasta que señaló mi diario. A continuación, la risa se apoderó de mí, mientras que mi mujer me miraba sorprendido. Tuve que rogarle que me dejara terminar de escribir aquello que interrumpí. Lo hice. No quise extenderme mucho para llegar al final cuanto antes.

... que otros hagan la labor que hasta hace poco venia yo realizando.
Esta vez como siempre, al despedirme de ella no la besé, sino que acaricié una de sus ramas. Después, al poco de andar unos pasos volví la vista para contemplarla nuevamente. Allí estaba la oliva, la más hermosa de todas las que componen el pequeño olivarillo que tengo; el que planté siendo yo casi un niño. Hoy al cabo de los años me he atrevido a confesar por escrito mis sentimientos hacía esta mi oliva preferida. Y allí la dejé, mojada por la lluvia fría del invierno mientras espera ya al “cortaor, el peluquero”, para que la deje lo más guapa y elegante posible hasta la llegada de la primavera que ya está próxima donde volverá nuevamente a ser fecundada y parirá no sólo un fruto sino cientos, miles tal vez, con tal de agasajarme y corresponder con ello a nuestro mutuo amor.

Aclarado este malentendido, el desasosiego ha dado paso a la calma, y aquella pasajera turbulencia vivida por mí, la he querido transmitir amigo lector a ti también, para confundirte de alguna manera. Seguro estoy que la revelación sobre mi vida privada expuesta por mí al principio te sorprendería, pero créeme que mi intención era tratar de desconcertarte. No sé si lo he logrado pero espero que la opinión que tenias de mí haya estado en todo momento lejos de toda sospecha. La de mi mujer está fuera de toda duda.

    

miércoles, 8 de enero de 2014

ADIÓS NAVIDAD, ADIÓS.

         
         Adiós a la Navidad otro año más. Atrás ha quedado esa maquinaria de derroche impuesta por la sociedad consumista que nos consume, y que aunque los del marketing quieran envolverla con papel couché y con lazos de terciopelo, la crisis sigue estando ahí y nos han hecho ver de nuevo una navidad iluminada de colores, sí, pero empañados todos ellos por el gris triste y pobre de la realidad en la que seguimos inmersos.
         Ir al centro de Madrid en estas fiestas es casi una obligación para todos los que estamos afincados por estos pagos, pero sincerándome, no tiene nada de placentero. Este año he visto un Madrid con menos luces pero con más gente. He visto los comercios a rebosar de productos manoseados por clientes que acarician el objeto que llama su atención para de inmediato desprenderse de ese sueño que no está al alcance de su frágil economía. En los grandes almacenes, las escaleras mecánicas echaban humo atestadas transportando su pesada y abigarrada carga humana, la mayoría, eran, éramos, meros observadores dispersos sin ninguna prisa por los intrincados y enmarañados pasillos de estos hangares envueltos por la suave y placentera melodía de los villancicos, interrumpida esta muy de tarde en tarde, por el alegre y dilatado sonido para el accionariado del comercio del piticlic de las cajas registradoras.
         Las calles del centro de Madrid eran un hervidero de gentes. No se podía caminar, y si lo hacías debías de hacerlo muy lentamente, casi con el mismo andar de pasos cortos de aquella muñeca de Famosa que le compré un día a una de mis hijas. Los indigentes de la calle Preciados aunque todos los años cambian como los protagonistas de Cortilandia, seguían estando ahí, pero cada vez más pobres, aunque uno de ellos parece ser que en algo ha mejorado su economía, ya que en vez de cartones para dormir, ahora lo hace encima de dos palés de madera con la cabeza colgando hacia el suelo mientras que la gente pasa a su lado sin prestarle atención alguna. He visto de nuevo a las mujeres con los bolsos colgados en bandolera acariciándolos con sus manos, tratando con ello de disuadir a los cientos de carteristas adiestrados en las mejores academias transilvanas y balcánicas. Estos pájaros especialistas en el trinque, hacen su agosto con la aprobación y consentimiento de nuestras torpes e inútiles leyes que no consideran delito los hurtos menores de cuatrocientos euros. Todo valía, en ese diciembre frío que impregnaba a la Navidad con el velo brumoso de la lluvia y de la niebla.
         Filas interminables de personas como todos los años hacían cola esperando turno para comprar lotería en las administraciones de renombre de la capital con el deseo de que les cambie la suerte. Otro año más que tendrán que invocar a la salud; al tiempo. Todos los vomitorios de la Plaza Mayor engullían y regurgitaban a gentes que entraban y salían de forma atropellada por todos sus vomitorios. El andar entre tantas casetas que vendían adornos navideños y entre tanto gentío era de todo imposible, por lo que terminé por salir cuanto antes de allí tratando esta vez de acercarme a alguno de los bares cercanos a la plaza para solicitar un bocadillo de calamares, muy típico de Madrid. Desistí, en esto no se notaba la crisis; increíble, todos estaban abarrotados. Al final terminé por volver a casa, no sin antes en zona más tranquila, en las inmediaciones de Atocha, en El Brillante, tomarme una cerveza con unos calamares, como aquellos que degustara Carlos Herrera, a los que les dedicó un artículo en XL Semanal. Un placer saborearlos tan crujientes. Me senté en el mencionado restaurante; mi mujer me advirtió de forma disimulada que en la mesa de al lado se hallaba un personaje de Sálvame de Telecinco. La ignoré, ella a mi no. Nuestras miradas se cruzaron y en un desafío entre ambos, me sentí ganador cuando ella doblegó la suya en un claro gesto de abatimiento. Tal vez esperaba que fuese a solicitarle un autógrafo. No he caído tan bajo, me dije.
         De regreso a casa, a las afueras de Madrid, circulando por la A3, volví la vista a la altura de la M50 y divisé las chabolas de la Cañada Real que como una bufanda ahogaba más que abrigaba al Madrid navideño.
Estas favelas vergonzantes pronto circundaran por completo la capital de España. De principio proliferaron por el Sur, y como una fila de hormigas en hilera se fueron extendiendo con dirección al Este, atravesando varias radiales, y ya miran con descaro al Norte, aunque vaticino que antes de llegar hasta allí, los que viven por esa zona privilegiada pondrán el grito en el cielo y se acabará de una vez el chabolismo en la Cañada Real, y con ello los clanes limosneros, y los del cobre, y los del mercadeo de la droga, y los de los niños adiestrados en el robo, todo, cuando les den una vivienda digna sin hipoteca que todos reclaman nada más llegar a España.  Es de noche y las luces de las lumbres titilan y centellean refulgiendo en las chapas que hacen de tejados en las chabolas. Algunas más sólidas de ladrillo, se distinguen entre la larga hilera de chamizos donde dicen sólo se aventuran a transitar aquellos que buscan escapar por unas horas de la angustia de este mundo comprando la maldita droga. Seguro que ahí, por esos andurriales el espíritu navideño pasará de largo. ¡Que mundo más cruel e injusto hemos fabricado!
         Días después de la Navidad y Año Nuevo, he esperado algún buen acontecimiento para poder celebrarlo con todos vosotros. Los periódicos que leo a diario no han reseñado en sus páginas ninguna noticia buena que sea digna de mención; todas me parecen malas, entre ellas una que invita al vómito, donde se da cuenta de que unos sesenta asesinos o más, recién salidos de la cárcel se han reunido en un antro, para más escarnio llamado Matadero, para festejar y recordarnos la muerte de más de trescientas personas, entre ellas muchos niños, y lo peor es que no se arrepienten ni piden perdón. Así es esta España, así son las felicitaciones que recibimos las gentes de bien. Por cosas como estas digo: adiós Navidad, adiós.
         Con el deseo de que se acaben las desigualdades sociales, prevalezca la justicia, y desaparezca la crisis, os deseo a todos un Feliz Año 2014