viernes, 18 de julio de 2014

ESTAMPAS MADRILEÑAS ACTUALES


Una bocanada de aire fresco me acaricia al salir de casa. La dulce música que produce el agua de la fuente de piedra hexagonal que anida bajo mi balcón me da los buenos días con sus refrescantes y cantarines sonidos. La fuente, construida por artesanos picapedreros de aquellos de antaño de martillo y cincel, la hemos visto más de una vez en películas en blanco y negro donde de seguro bebieron en ella actores y directores de renombrada fama que la llevaron un día al celuloide. Sus murmullos en las noches calurosas de verano teniendo el balcón abierto decrece mi falta de sueño, y la vigilia da paso a un profundo sopor estimulado por tan relajantes sonidos.
Como todas las mañanas estoy deseoso de leer el periódico y tomar el primer café. En la acera un joven de rodillas casi a gritos pide limosna para un bocadillo entonando para ello un peculiar angustioso y cansino soniquete que martillea mi cerebro hasta horas después. Hay días que no quiero que el café me sepa más amargo –aunque casi nunca le echo azúcar- y le dejo algo en el cestillo. Algunos, me dijeron que este individuo pertenece a un clan de pedigüeños. No lo sé, habrá quienes hagan negocio con el limosneo, pero estoy seguro de que este pobre indigente no tendrá ninguna cuenta en Gibraltar o en las Caimán.
Después del café me encamino hasta el supermercado. A veces, o mejor dicho casi todos los días hago los “mandaos” que me ordena mi mujer. Me viene bien esto, tanto es así que procuro que se me olvide algo para así tener que volver otra vez. En la puerta del establecimiento un africano, -no digo de color porque todos tenemos una tonalidad en nuestra piel, ni tampoco quiero emplear la palabra negro por aquello de que muchos me tachen de racista- vende La Farola muy atento a la puerta para prestar cualquier ayuda y ganarse una propina.
Más tarde cojo el metro. Antes de entrar, un gitano casi seguro con domicilio en La Cañada Real, me ofrece una bolsa de ajos por un euro. Mientras vocea la mercancía mira a la gitana distante de él que desde su atalaya le alertará de la llegada de la policía para salir huyendo. 
Pasadas algunas estaciones un joven solicita la atención de los viajeros. Cuenta que está sin trabajo, tiene dos hijos, uno de ellos enfermo. Su mujer padece una enfermedad incurable, y pide que se le socorra con unas monedas para poder comprar algo tan básico como una barra de pan. La mayoría de los del vagón dirigen la mirada al suelo cuando el pobre desgraciado pasa un taleguillo. Una guiri –no uso esta palabra de forma despectiva- que acaricia una maleta entre los pies con la colgadura del código de barras y letras del destino colocadas en la recepción de equipajes del aeropuerto de embarque, mira extrañada, saca su monedero y le da una ayuda.
Dos estaciones más adelante entra en el vagón una mujer con rasgos y atuendos transilvanos solicitando a voces la atención de todos. Pide una limosna en un español aprendido en un cartón para ayudar a su familia. La turista extranjera parece muy sorprendida pero nuevamente se le ablanda el corazón y contribuye al socorro de la desamparada. ¡Que estará pensando de nuestro país! Me pregunto. La indigente le obsequia con un paquete de pañuelos de papel que la extranjera rechaza.
Salgo a la calle. El soberbio edificio de la AET, la Agencia Tributaria donde tú yo y aquél, menos aquellos que todos sabemos contribuimos a su sostenimiento, me saluda. Me encamino por una travesía cercana al regio edificio poblada de acacias que dan sombra a los que deambulamos por ella. Unos gorrillas discuten entre ellos. Según me voy acercando al grupo todos ellos negros de tez casi azulada rodean a otro que por lo que parece trata de hacerle competencia en el negocio del aparcamiento. El macho dominante de la manada le da voces y le amenaza agitando el dedo índice de su mano de un lado para otro. El infeliz no dice nada, tiene agachada la cabeza mientras que los demás también le conminan. Seguro estoy que este pobre desdichado aún tiene el salitre de la brisa del Estrecho pegada en su piel, o las heridas lacerantes y sangrantes de la alambrada de la valla en sus manos. Los dejo discutiendo.
Llego a mi destino. En el hall de la clínica donde me realizarán unas prueba médicas unas señoras muy emperifolladas sentadas ante una mesa petitoria de no sé qué ONG me invitan a que me acerque y contribuya con su causa. ¡Que España! Todo el mundo pidiendo. Recuerdo aquellos años de la posguerra donde para pedir había que enseñar el muñón de un brazo o de una pierna, porque por haber había muchos más muñones, los del alma por tantas heridas sufridas en aquella guerra, pero estos estaban prohibidos enseñarlos y menos revelarlos. Recuerdo a aquellos desgraciados cuando llegaban a nuestro pueblo contando crímenes y sucesos dantescos que leían de un impreso de colores que luego vendían a real o a perra gorda.    
De regreso a mi casa utilizo de nuevo el metro donde al poco, en el vagón, un grupo musical de nariz afilada y curva, de ojos achinados y tez oscura, allende del Machu Picchu interpretan muy acertadamente con flauta andina y otros instrumentos musicales, Los sonidos del silencio. Después interpretan El condor pasa, que no se si pasa, o pasó, porque lo único que vi pasar es el platillo y observo que casi todo el mundo en esta ocasión contribuye. Algunos hasta les aplauden.
Antes de subir a casa abro mi buzón y me encuentro el recibo de la contribución de mi vivienda. Otros pidiendo me digo, aunque estos lo hacen de forma muy educada. Te dan un plazo para hacerlo, y si no lo haces te penalizan, y no sé por cuantas cosas más te pueden llegar a empapelar si no pagas.
Pedir... pedir... pedir... Busco sinónimos en el diccionario para esta palabra y encuentro todos estos: solicitar, requerir, demandar, pretender, exigir, reivindicar, reclamar, suplicar, implorar, rogar, rezar, postular, mendigar, pordiosear, y algunos más.  Entre todos ellos escojo el de rezar. Si, porque quiero rezar para que escenas como estas vividas por mí lleguen a desaparecer  y no veamos en el metro, o en nuestras calles y plazas a gentes así como las que he descrito, pero por ahora como dice Serrat en una de sus canciones: Que mientras estamos hablando, más y más pobres siguen llegando.   
Disculpe el señor, es el título de esta canción. Pues eso, a mi entender deberían de pedirnos disculpas los culpables de haber llegado a la situación de la España actual. Pero no lo hacen, ni lo harán, porque no sirven para pedir, con lo barato que resulta pedir, en este caso... pedir perdón.


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